miércoles, 26 de diciembre de 2007

Casi una catedral

El zaguán era enorme. Siempre tenía yo la sensación de caminar por la entrada de una iglesia, tal era la reverencia que me provocaba.
Si miraba hacia abajo, el piso -desde la puerta de entrada hasta el arco majestuoso que dejaba ver la magia de un jardín de maravillas- estaba recubierto de baldosas negras y blancas, como las del tablero del ajedrez de mi padre. Daba una sensación exquisita mirarlo. Un cuadrado negro y otro blanco; un cuadrado negro rodeado de blancos y uno blanco rodeado de negros; todos blancos en diagonal, todos negros en otra diagonal. Y cada baldosa refulgía más que la otra en su impecable limpieza, que le ganaba a todos los insectos de la tierra, a todas las suelas que las andaban desde una punta a la otra, a los pelos del gato y hasta a los pétalos de las flores que se desprendían con un viento malhumorado.
Nunca podía yo saber cuáles me gustaban más, si las blancas como pedacitos de nubes o las negras brillantes como la obsidiana más pura. Mi pie enfundado en algún zapatito de niña, entraba entero y le sobraba baldosa a montones para todos lados; de costado o en diagonal. Yo me entretenía eligiendo, para ese día, cual color me representaría cuando jugara en el zaguán.

Si miraba hacia arriba, un techo abovedado con formas de sortilegios repujados en el cielo y que bajaban hacia las paredes, me daba la bienvenida de su misterio sabiendo que yo jamás podría llegar a tanta altura.
Desde su mitad exacta, contada con pasos de esos que se dan colocando el talón de un pie delante de la punta del otro y caminando derechito, un cordón enormemente grueso y trenzado, como el cinturón sublime del cura de la iglesia, culminaba con la bola de vidrio labrado que escondía la desnudez hiriente de una lamparilla eléctrica, que se encendía para espantar las sombras del zaguán cuando la noche entraba para hacerlo dormir.
Ese techo no era blanco como las baldosas blancas, sino de un color crema que, al mirarlo, siempre me venía hambre de vainillas. Me imaginaba una bandeja alargada llena de crema de caramelo, dónde la magia de una madre había dibujado esas formas para decorar el manjar. Pensaba que quien hubiese hecho tantos dibujos armónicos y simétricos, todos de suaves maneras redondas, estaba decorando con ahínco de delicias. Era mi cielo decorado. A veces, hasta me daba la sensación de que si pudiese tocar alguna de sus volutas, éstas se hundirían a la presión de mis dedos curiosos; casi no parecían de techo duro todos esos adornos.

Si mirabas a los costados, te olvidabas de las paredes porque te deslumbraban las dos puertas, una de cada lado de ese pasillo, que desplegaban una magnificencia tal que no podías dejar de mirarlas. Una daba al dormitorio de mis padres; la otra al comedor de la casa. Eran de esas puertas que son dos puertas, porque tenían doble hoja. Los días comunes, estaban abiertas al paso con una de sus hojas, pero en días de alguna celebración, ambas hojas eran desplegadas hacia atrás, permitiendo una entrada principesca a cualquiera de los aposentos al que te dirigieras.

El cuarto de mis padres ornaba su primera mirada con una cama enorme, de impresionante acolchado celeste con volados que acompañaban a la perfección el lustrado a mano de la madera a la que habían oscurecido en un tono exacto entre ámbar y miel. El piso, de largas maderas pulidas y enceradas, tenían ese efecto que a mi tanto me gustaba, y era el de verme reflejada, en una figura extraña, cada vez que mis ojos lo miraban. Y estaba el toilette, que tal y como un pavo real, se erguía señorial mostrando ufano un espejo más grande que él mismo; y allí, justo allí, los elementos de la figura femenina de su dueña: un espejo de plata boca abajo con su cepillo haciendo juego -ese de cepillar el pelo cien veces cada noche, cincuenta para un lado, cincuenta para el otro- ; un cofrecito de plata que guardaba los misterios de mi imaginación porque no me permitían abrirlo; y una cosa rara, muy rara que era de cristal y plata, y de la que salía una especie de goma y terminaba en una burbuja toda envuelta en una redecilla fabulosamente trenzada y, que si la apretabas, salía el perfume que contenía la rica y tallada vasija panzona de cristal. Vaporizador de perfume decía mi madre que era, pero yo tampoco podía usar ese perfume, porque no era para niñas. Pero yo solía, a escondidas, hacer morisquetas delante del espejo, sentada en la banqueta y moviendo el vaporizador como si me pusiese perfume, imitando a mi madre, y me imaginaba la nube de fragancia exquisita que algún día acariciaría mi cuerpo. Porque claro, también había una banqueta para sentarte delante del tocador y dos sillas haciendo juego, de la misma madera y con el mismo tapizado de seda con rombitos repujados. Cada implemento estaba depositado sobre el mueble y cada uno de ellos tenía su correspondiente carpeta sumamente arrepolladita en un trabajo de fino crochet que daba gusto mirar. Todo resplandecía. Las cortinas de las inmensas ventanas eran deslumbrantemente blancas, pero no llegaban hasta el final, sino que, en un fruncidito que asemejaba el tutú de una bailarina de ballet, dejaban al descubierto los tres últimos vidrios, allá arriba casi cerca del techo, donde el cristal de la ventana sin cubierta alguna, se desparramaba de luz mostrando el follaje del frondoso árbol de la calle.

Pasaban otras cosas en el comedor, pero eran casi las mismas. No era lo mismo pero era igual. El piso allí se mostraba más orondo que en el dormitorio, porque allí no había gruesas alfombras persas de intrincadísimos dibujos, entonces refulgía en la brillantez del encerado de los listones de madera que lo hacían parecer casi vítreo. Yo ensayaba todos los tipos de pisadas; suavecitas para que no se notaran pero siempre un clac se escapaba de mi suela, y otras veces -esas cuando nadie me veía- dibujaba pasos de tap tratando de que mi punta y mi talón desprendieran una música rítmica que bailaba alrededor de la mesa. Esa mesa era la que ocupaba el centro de la habitación, pero el tesoro más preciado era un cristalero que mostraba a los cuatro puntos cardinales la magia de los artífices del cristal, en un juego de incontables copas de todo tipo que yo solía observar imaginando qué clase de líquidos se serviría en cada una de ellas. Estaban como encerradas en esa caja de cristal de enormes vidrios corredizos que eran una maravilla para la época. Y el trinchante, ese que también se adornaba con un espejo biselado que le daba un acabado casi perfecto y guardaba en sus cajones y sus puertas todas las cosas inglesas que habían llegado a casa para regocijo de una mesa bien servida. Desde el juego crema decorado con delicadas flores azules hasta la infinidad de cubiertos de plata con de todas cosas para coronar un buen servicio. El centro de la mesa lustrada a mano siempre ostentaba un enorme florero con un arreglo de flores frescas que le daban a la habitación un toque de color y alegría además de pregonar por todos lados el aroma de sus pétalos.

Y desde el zaguán se sentía la combinación, que resultaba perfecta, de los aromas todos juntos que se volvían un perfume particular y harto agradable para respirar bien hondo. La cera que había abrillantado los pisos, el lustramuebles que quitaba el polvo de la madera trabajada y protegía olorosamente las vetas, los vidrios resplandecientes, las cortinas lavadas y blanqueadas con aquella pastillita de "azul" coronadas con su vestido de lavanda fresca, las flores, el agua, y todos los olores que el sol hacía salir de cada rincón verde constatador de vida permanente.

En ese tiempo, recuerdo, yo llegaba pasando un poquito la altura de las puertas, allí donde comenzaban los vidrios. Si me paraba delante, mis ojos quedaban a la altura donde justo el artesano colocador de transparencias había trabajado con su masilla para casar ese vidrio en perfección con la madera. Era también donde justo estaba calzado el picaporte, así que cada vez que cerraba o abría alguna de las puertas, mis ojos admiraban esa masilla encastradora de vidrio y madera, y mientras mi manita accionaba ese picaporte perfectamente aceitado y que parecía haber nacido junto con la puerta en su cerradura, con los otros dedos acariciaba, de lado a lado, de marco a marco, esa pasta que hasta tenía el mismo color de la madera. Es que me gustaba pensar quién habría sido capaz de interpretar de manera tan perfecta una puerta así. Daba gusto como todo era perfecto en ese mi zaguán nave de mi iglesia privada.

Y fue ahora, justo en el mismo momento en que, cerrando la puerta que daba al comedor y quedándome con el pestillo desvencijado en la mano, miré, cuarenta años después, esa masilla que aún seguía firme y colorida a través de la mugre y el polvo acumulado de los años. Creo que allí tomé conciencia, al girar mi cabeza que de pronto quiso volver a tener ojos de niña, que el zaguán era simplemente un pequeño pasillo mugriento, descascarado, con trozos de techo caído en sus inmundas baldosas gris mugre y gris tristeza, donde las cucarachas y las ratas, junto con los ratones y las más grandes arañas, habían tomado posesión de mi pasado de princesa. Me dio el tiempo, fugazmente -porque no se necesita demasiado- para ver sus pisos hundidos y con más polvo del que pudiesen soportar; las cortinas raídas y hechas trizas colgando hacia el suelo como indefensas mantillas mancilladas por el diablo de un pasado que no se supo y no se quiso conservar, entregadas en el suelo ayudando a las enormes telas de arañas con bocas de cuevas más grandes que mi boca de espanto; las paredes ya casi sin sostenerse, mostrando sus vísceras de ladrillo allí, donde alguna vez, supo haber una hermosa pared de sol con un cuadro al óleo abriendo la vida hacia paisajes desconocidos.

Mi niña volvió por un momento; nos miramos, parada ella en el arco de salida hacia el jardín del fondo, y yo cerrando, por última vez, el picaporte vencido de la puerta del comedor, paradas ambas debajo del techo de crema del zaguán de las maravillas. Me hizo adiós con su manito pequeña y mientras un soplo de brisa le volaba el cerquillo lacio, comenzó los movimientos del ajedrez en las baldosas que casi yo no podía distinguir, como pidiéndome que me fuera. Como diciéndome que ella se quedaría por siempre a jugar allí, mientras yo debía de partir cerrando para siempre ese pasado que no era nada más que un espantoso presente de desolación, de desencuentros, de sinsabores.
Un zaguán que nadie quiso conservar y ella tampoco pudo porque no tenía la edad suficiente para usar el perfumero de su madre y no sobrepasaba en altura más allá del altor de la puerta antes del vidrio.
Me fui.
Salí y me vine.
Pero esa niñita saltarina con aires de princesa, sé que quedará para siempre en ese zaguán de los cinco sentidos.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Un hombre

El hombre arribó al cumpleaños que se celebraba.
El verano se iba despidiendo, regalando una noche, casi, perfecta.
El aire traía perfumes desde los rincones más escondidos, aromando en capullos de enredaderas tardías y un mar pleno de sal y arena tibia.
Desde el piso 13 la vista era espectacular.

Yo comencé a observarlo.
Era, decididamente, un hombre impresionante. Era, decididamente, un hombre que no encajaba en ese ahí y en ese ahora. Como si no fuese capaz de convivir con un "casi" que no alcanzaba esa perfección que el hombre quería entera.

Se le notaba una molestia que se reflejaba en un ser ansioso, recorriendo el lugar atisbando la noche, con la sociabilidad del compromiso, portando una sensación que no podía definir y era, esa sensación, la que le impedía celebrar el cálido momento.
La seguridad de sus gestos y su porte, enfundados en una impecable vestimenta, sólo se le debilitaba en la inquietud de sus manos y en el movimiento de sus pies, ostentando impecable calzado.
Calculé que podría tener entre 45 y 50 años; años muy bien acomodados en una elegancia profundamente masculina.
Desde donde yo estaba no podía saber si su piel desprendía algún perfume que armonizara con su estampa, pero sí desprendía seguridad, poder y dinero.

La gente reunida entrelazaba conversaciones, miradas a una luna chismosa que se había invitado, risas, alegrías, bromas, bebidas y comidas.
Una joven embarazada, iluminada con su panza de tambor, era el referente de los mayores comentarios, allí donde se arremolinaban los jóvenes intentando acertar el día en que asomaría al mundo la personita anhelada.
En un momento, entre el bullicio y los cuerpos, de rabo de ojo volví a ver al hombre.

Había cambiado tanto que comencé a observarlo otra vez.
Toda muestra de ansiedad había desaparecido y se encontraba, cómodamente sentado, desplegando una energía arrebatadora en una charla abundosa en gestos y con la perfección del momento desprendiéndole chispitas encantadoras por las pupilas.
Una jovencita era su interlocutora.
El juego de seducción que ambos desplegaban era, también, perfecto. Sin ningún "casi" de por medio.
Lo que se daban el uno al otro era digno de ser observado, tal la sintonía de emociones y sensaciones que centelleaban en cada gesto, en cada mirada, en cada risa, toda sinfonía de promesas.

El se iba tornando cada vez más hombre, no era necesario estar a su lado para saber que toda su piel despedía el electrizante aroma del cortejo, dejando caer en su justa medida la gota que lograría la alquimia.
Ella se iba tornando cada vez más mujer, aún en el intento de conservar esa ingenuidad con que mezclaba su lozanía y su encantamiento.

Me hubiese deleitado ver la magia de la pasión brotar, tan estridente, entre un hombre y una mujer si no hubiese sido que era mi esposo y en la panza de tambor se acomodaba nuestro nieto para nacer.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Bandolero

A Alfredo Cedeño por esencialmente humano.

Nos ha tocado un tiempo histórico ‘muy interesante’ para vivir.

Resultamos ya casi acostumbrados al devenir imparable de la violencia, el irrespeto, la intolerancia, la envidia y todo aquello que, de alguna manera, hace sucumbir la esencia de lo humano.

A veces siento que la tarea de los poetas, de los escritores, de los artistas, se asemeja a la de Sísifo.
Sin embargo, al beber de la copa de Camus reivindico entero el instante sublime de libertad que le atribuye en su desgracia, y hago eco de sus palabras: uno debe imaginar feliz a Sísifo.

Tenemos, eso sí, el fuego de Prometeo aún ardiendo en el tallo de un hinojo.
Tenemos, eso sí, ya por Epimeteo ya por Pandora, la esperanza en el fondo de la caja.
No es poca cosa.

Por eso, por el fuego, por la esperanza, por el instante de libertad en que somos felices, me abrazo a lo humano del hombre.

Por eso…

¿¡Cómo no quererte, gurisito bandolero!?

Si sos un adulto que le ganó a la vida el derecho de conservar los asombros de los niños.

Si sos un hombre que descubre, con la inocencia de su niño, una alegría nueva a diario.

Si sos un adulto que, con el alma pura de niño, desempolva encantos encantados en las rutinas gastadas y cansinas.

Si sos un hombre que, por no renunciar a la plenitud, aprendió a conservar la porfía de la niñez, esa que grita a los cuatro vientos el coraje de saber ser feliz con un dulce en los labios y una espada de madera en las manos, salvadora de princesas atrapadas en el lado oscuro de la luna.

¡¿Cómo no quererte, Alfredo Cedeño?!

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Pena

Agazapados entre las horas viven mis recuerdos. Podría decirse que son invasivos, aleatorios, fuera de mi campo de voluntad, que están esperando que me descuide para prenderse de cualquier cosa y salir a vivir un presente que, por presente, les es negado. Como no queriendo morir en la vacuidad el olvido.
A veces, un aroma los descuelga y caen, maduros, a reventar el hoy reclamando para sí ese olor.
Otras, un sonido los desgrana, estridentes aun en la suavidad del oído.
Un sabor.
Una textura.
Un algo mirado de rabo de ojo.

Antes los quería, aun tristes e impregnados de saladas humedades, pero hoy les he tomado tanta rabia que me peleo con ellos a los gritos.
Porque lo que quiero recordar no lo recuerdo. Porque cuando araño retazos de aquello que sé que fue y quiero traerlo hasta hoy, ya no lo siento.
De vos … ni los recuerdos me han quedado.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Una mujer

La luna es una simple prisionera.
Carece de luz propia y por eso se inventó ser el espejo del sol, que le presta su luminosidad y ella la devuelve tenue y espectral.
Carece de aire.
Carece de vida.
Carece de colores.
Sólo le pertenece el polvo gris y acre de los siglos.
Es fría de toda frialdad.

Sin embargo, la luna inspira ardores mucho más ardientes que el mismo sol.

Es la entelequia de los poetas y de los buscadores de asombros.

Es cómplice de los sonidos que desprenden las caricias amantes, de las humedades que hacen florecer los oasis, de los raptos de locuras extemporáneas que anidan en las arcanas sendas de los sentires, de los prestidigitadores que vuelven realidad las fantasías de la nocturnidad.

Y dentro de tan terrible paradoja, la luna se sonroja en azul casi sin comprender cómo es que los hombres ponen en ella su mirada y le adjudican tantas cosas hermosas, sin ser merecedora de tal majestuosidad.

Pero allá en su cara oculta, cuando las estrellas le enjugan su única lágrima, saben que ella llora de emoción, agradecida, porque un ruiseñor, a la medianoche, le cantó la más hermosa melodía en un poema donde la inventó mujer.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Panza de cobre


La noticia le cayó callándole la posibilidad de emitir palabra.
No la entendía ni por el momento ni por el lugar.
Estaba velando el cadáver absurdo de quien había sido su hermana del alma en la sala de la funeraria.

Luego de mirar y mirar el rostro enmarcado por la mortaja, atajando la impotencia que se volvía rabia incontenible, con los dedos aferrados a la impostergable madera del ataúd, había salido a boquear un aire que se negaba a entrar en sus pulmones.
No lograba comprender que esa personita cuya cara amarilleaba con los colores que la muerte, inconfundiblemente, elige cuando se lleva la vida, fuese la misma que el día anterior cascabeleaba el aire con su risa y desgranó melodías de esperanza con el tono de su voz.
Que se había suicidado, le avisaron.
Y en ese cúmulo todo preguntas sin respuestas, con el aire ausente del desconcierto, con la estupidez que dibuja el estupor en los ojos al reventar intempestivamente, intentó acomodar el dolor sentándose en uno de los miserables sillones de boca abierta que suelen poblar los coquetos espacios destinados a cobijar los coros mal disimulados de la muerte.

En ese momento y en ese lugar le cayó la noticia.
Era heredera de todo lo que hubiera dentro de la casa.
Estupor más estupor, cese de las funciones intelectuales y acentuación notoria de la idiotez en el rostro.

Aurora y ella habían sido hermanas, de esas que uno elige en la vida.
Aurora era una joven mujer que, por cosas de las circunstancias, poseía una excelente situación económica. Tenía muchas propiedades y cofres y cuentas bancarias. Todo fue para su familia. Menos la intimidad de las cosas de su casa.
Aurora tenía dos hermanos de sangre que vivían en otro país.
Aurora tenía una vida y, pensando en la muerte, había hecho testamento.
Aurora quería ser cremada y que sus cenizas fuesen arrojadas, desparramadas, liberadas, en una playa lamida por el Río de la Plata dónde, tiempo atrás, Aurora había hecho un manto arco con las cenizas de su esposo.
Aurora se había llevado todas las respuestas.

Esperada fue la actitud que asumió la familia cuando le cayó, a ellos, la noticia.
No quedaron mudos.
Recelo, indisimulada bronca, miradas de rechazo; todo justificado por lo que consideraban la usurpación de una advenediza.
Gritaron atacando con amores, dizque, venían desde los genes compartidos.
Gritaron atacando con poderes, dizque, tenían por sangre.
Gritaron atacando con el argumento de los afectos, dizque, sólo podían sentirse entre hermanos consanguíneos.

Pero ella siguió callando.
Consideró, sintió, creyó, necesitó, no andar justificando el amor fraternal e inmenso que las había unidos como hermanas del alma.
Pensó en lo que Aurora le había legado y lo encontró tan inmenso, lo sintió tan inasible que, a pesar de existir lo material, en definitiva no tenía un precio que los hombres le pudiesen poner con monedas.
Le había entregado su intimidad más profunda.
Esa que todos vamos construyendo y, necesariamente, debemos tener para poder compartirnos con los otros.
Esa a la que nadie accede porque es la que nos rescata como personas en esta vida y, de alguna manera, cuando morimos dejamos a la intemperie para que la cubra, pudorosamente, quien nos sucede.
Esa que el alma va formando de pequeñas grandes materialidades tangibles que cuando morimos, la deja desnuda a los ojos de quienes quedan custodiadores del tesoro más arcano e intransferible de cada uno.

Los consanguíneos continuaron gritando y, mientras tanto, fueron robando en una rapiña voraz, todas las cosas materiales que quisieron.

Ella continuó en silencio.
Silencio con el que acompañaba a su hermana del alma muerta.
Alguien le avisó que Aurora había sido cremada.
La imaginó, entonces, liberada de su urna de cerámica en alguna tarde de canela, tan canela como su piel, yendo al reencuentro que los vivos imaginamos para los muertos, inventándonos un cuento que nos permita ilusiones para las respuestas que no tendremos jamás.

Dos años después, por esas cosas de los papeles y de los jueces, ella tuvo, debió, concurrir a la casa de Aurora para confirmar un inventario.
Enfrentada a la situación, el largo tiempo se le volvió un ayer inmediato al mirar aquellas cosas que la casa blanca, deteriorada y capturada por las arañas y las bisnietas de las arañas, aún conservaba después del saqueo de los afectos de sangre.
La pequeña escultura de la amistad, de la que tanto habían hablado cuando Aurora la puso sobre el vidrio de la mesa ratona del living, la saludó trayendo un recuerdo fresco.
La mesa y las sillas del estar la recibieron, casi dibujando las siluetas sentadas, con las tantas y tantas veces compartidas entre café, cigarrillos, lágrimas y risas, planes y ganas de comprender la vida.

Iba tildando las cosas del inventario con mecánico desgano.
Estaba escrito: 1 fonduera de cobre.
Ella la miró, allí todopoderosa coronando el mueble, y recordó momentos que tenían a la mencionada fonduera como centro de las vivencias con Aurora y los amigos.
Una sonrisa se le comenzó a dibujar, como si las memorias gratas se le fueran acomodando a flor de labios y, de la mano de una emoción recóndita, atravesó la pegajosa tela de una arañita que vivía en el pomo de la tapa y la abrió.
Quizás pretendiendo liberar el último recuerdo que moraba en el fondo de su panza de cobre.

Pero liberó, otra vez, el horror del estupor.
No estaba el último recuerdo, estaba la última forma de Aurora.

Contenía las cenizas encerradas de Aurora.
Y una placa, de bronce, donde constaba la fecha del otoño cuando había sido incinerada, dos años atrás.

Sus consanguíneos violaron la intimidad que ella no había querido entregarles y resolvieron incumplirle, negándole la última libertad, dejándola encerrada en una panza de cobre.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Metal y madera


Soy un sinfín de preguntas, una calesita de respuestas inventadas a pura lógica que, a veces, no coinciden.

Tengo respuestas a preguntas que aún no me he hecho y preguntas para las cuales no encuentro la respuesta.

Así, como mezclado.
La razón y los sentimientos.

Entonces voy y vengo desde y hacia los mismos lugares. La única ventaja es que para ello, suelo recorrer caminos diferentes.
La partida y la llegada son las mismas, pero voy conociendo caminos a fuerza de ir andando.

La vida es de metal, pero es maravillosa.
Los arcanos dan la esencia en las cosas más sencillas, esas que tenemos siempre por delante y nadie se detiene, un segundo, a ver. Y para verlas y que el alma se te encienda de luz, basta menos de un segundo.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Secreto



Quiero contarte un secreto hoy para que mañana, cuando seas grande y la tristeza te agüe en las pupilas, no pierdas la esperanza.

Con el pasar de los años, a medida que le gambeteaba los cascotazos a la vida, se me empezaron a perder las risas.
De pronto me di cuenta que se me iban acabando y, a veces, pasaban días sin que la magia redentora del reír saltara por mi alma y me renaciera el cuerpo.
Entonces me puse triste.
Pero después me dije que tendría que buscarlas de alguna manera.
El tiempo pasaba siempre buscando yo, aunque fuera, una risa cada tanto. Pero una risa en serio, una risa de verdad, esa que te brota espontánea cuando te hacen cosquillitas muy adentro y se te explota la vida en un sinfín instantáneo de buenaventura.
Cada tanto la encontraba, me ayudaba tu mamá. ¡Y era tan feliz cuando lo lograba!

Un día me puse a pensar donde se habrían marchado esas risas, que antaño, solían poblar mis días y hasta mis noches de soñar.
Creí que era el destino de todos, que con los años y de tanto andar, se nos olvidaba el reír por mucho aprender a resistir.
Entonces lo acepté así y, todos los días, me pasaba acechando las horas para encontrar una risa.

Sin embargo hoy, cuando iba ya degustando mi enésimo reír, cuando sentí que el adentro se me desbordaba en tibiezas que me rellenaban los agujeritos del alma, me di cuenta que vos habías encontrado todas mis risas perdidas.
Y, además, me estás inventando risas nuevas, tan hermosas, tan llenas de mariposas, tan descubridoras que me has enseñado, a esta altura de mis años gastados, a reír desde el alma con el cuerpo entero.


Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

Miguel Hernández.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Tango


Me alegro de verte y, sobre todo, de que hayas venido.
No te ofendas, pero siento que si hasta acá llegaste es que necesitás algo de mi. Así que antes de que me lo pidas, permitime decirte algunas cosas.

En el tiempo de una lágrima me pregunté millones de veces qué podía haber hecho para merecer tu indiferencia.
Yo fui leal contigo, por afecto y a conciencia. Transitaste caminos que te llevaron al infierno porque vos solito los quisiste recorrer. Nadie te obligó. Y yo estuve, todo el tiempo, yendo hasta los bordes de tu averno empapándome el alma de aullidos trashumantes sin abandonarte jamás. Fue una noche enorme de sombras tan largas como el dolor. Te convertí en motivo de mi abnegación.
Así, aprendí a quererte.
Así, te brindé lo más precioso que tenía, más allá de lo contante y sonante.
Así, queriéndote a contrapelo de la historia, te recibí cuando, por fin, pudiste desandar el camino y volver. Cuando todo presagiaba que llegaría el momento en que comenzaras a tocar el cielo con las manos.

Ya después nos pasó la vida, vos por tu lado y yo por el mío.
Entonces, me imaginé un cuento tierno de bondades y rescates, de luchas y triunfos, de ternuras y posibilidades, fraternal, poderoso, cuasi invencible. Y de tanto contármelo, mecí mi cuna de recuerdos y me dormí con él.

Cuando las vueltas de las circunstancias me llevaron a mí al infierno, en una escapadita burlona a mi discapacidad, corrí hacia vos buscando tu amparo y tu refugio. ¡Es tan humano actuar así! ¡Si yo te consideraba un hermano!

Tu negación cercenó el gesto, mutiló, cruelmente, una posibilidad de esperanza. Mató.
Yo sigo en el infierno. Es penoso salir de él en soledad. Vos, mejor que nadie, lo sabés.

Así que disculpame si no puedo ser de mucha ayuda. Toda la energía se me desparrama en el intento de sobrevivir. Pero sé que vos, con tu misericordiosa entrega a los caminos de Jesús, vas a poder comprender.
Pero decime, hermano, ¿qué andás necesitando?

lunes, 12 de noviembre de 2007

Perfección


Shhhh…. no digas nada.
No digas nada que todo está perfecto.
No quiebres la armonía del silencio con palabras gastadas, esas que tanto y tanto se han usado ya. Debemos cuidarlas para que no se rompan; mimarlas, advertirlas, cobijarlas entre dulces sueños mudos.
No digas nada que todo está perfecto.
Que nosotros también, amor mío, estamos gastados de tanto uso.
Seguir es venerar los gestos silenciosos de amable compañía, solos pero juntos como la primera oración.

Porque llegó la primavera y volvió a deslumbrarme con la vida que renace en todos los rincones.

Porque los pájaros se traen un alboroto de crías emplumando que van, a instinto puro, cumpliendo el ciclo mágico de la naturaleza. Y ayer me volví a sorprender viendo tres gorriones pelear con entusiasmo, enfrentando al mundo, sin saber yo por qué.

Porque las flores estallan despertando con la fuerza de la alegría suprema. Y mi rosal, ese casi silvestre que sola sembré, esta vez me regaló tantas y tantas rosas que algo como un orgullo nació en mi pecho y mis dedos se extasiaron recorriendo, acariciando los pétalos de terciopelo.

Porque la mirada de la gente cambia, renovada, esperanzada de amores que se desbocan incomprensibles.

Porque a veces me duele la vida y el alma me llora desamparo.

Porque no tengo nada “importante” para decirte.

Porque soy imperfecta.

No digas nada que todo está perfecto.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Como si fuera


Tengo en la piel regusto de estrellas.

Por ojos dos eclipses mal disimulados. Uno de sol, otro de luna.

Constelaciones enteras se anudaron a mis caderas y la cruz del sur, por cruz y por sur, en mi espalda marca el centro de la tierra.

A veces me siento tan vieja como el universo.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Hombre en sombras


Hoy lo vi otra vez, caminando como despidiendo ayeres nostalgiosos que le dan la bienvenida al mañana.

Gabriel tiene tres sombras. La de él y la de sus padres desaparecidos.

Sea como sea que le pegue la luz, la proyección de Gabriel nunca es finita, es una sombra embalada con dos rebordes que la contienen, oscuros paréntesis lado a lado; el uno mamá y el otro papá.

Lo criaron sus abuelos. Su niñez y su adolescencia las hubo de adolecer entre preguntas sin respuestas, en una espera continua y pertinaz que no lograba espantar.
Cuando era niño, a veces, se volaba de la escuela con su moña azul por alas y se convencía que sus padres estarían afuera, esperándolo a la salida, dándole la mayor alegría de su vida. La maestra lo sacaba de su ensoñación pero el seguía, ahora, con cosquillas emocionadas en la punta del estómago, deseando que el timbre avisara la hora de libertad para poder ver si su deseo se había cumplido. A medida que juntaba el cuaderno, los libros, los lápices y la goma para acomodarlos en su mochila, su respiración se hacía más fuerte, más fuerte y, casi temblando de emoción, comenzaba la salida del aula con pasos lentos. El camino hacia la puerta de la calle le parecía toda una eternidad. ¡Cómo quería descubrir la cara de sus papás entre la maraña de personas que iban a buscar a sus hijos!
Su corazón latía desenfrenado y, como cada vez, como cada día, parecía que se le iba a saltar del pecho mientras, febrilmente, buscaba y buscaba en un vaivén incesante de ojos y cabeza.
Luego, como cada vez, como cada día, su corazón se detenía, dejaba de latir dolorosamente por un instante cuando descubría la figura contenedora del abuelo. Mamá y papá no habían venido. Sus deseos y sus ruegos no habían servido para nada. Mamá y papá seguían desaparecidos.

El día que fue por primera vez al liceo, despidiendo la niñez escolar, dejó de esperarlos a la salida de clases.
Comenzó a verbalizar algunas preguntas, como queriendo comprender ‘por qué’. Porque había entendido que papá y mamá seguían desaparecidos.

Creció y decidió comenzar a armar el puzzle con las piezas que tenía: desaparecidos, política, dictadura, militares, guerrilleros, tortura, muerte, democracia.
No puede terminar de armarlo.
Comprendió que le faltan piezas: cuerpos, ataúdes, duelo, cementerio, verdades.

Creció y resolvió, mientras busca, vivir; pelearle al olvido transitando un presente preñado de futuro.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Timoteo



El siempre fue distinto de todos los demás.
Pero no con esa distintez por pelo, color o tamaño, no; es por algo que lleva dentro.
No sé si será esa forma de mirar, esa de venir y acercarse a la casa anunciándole al barrio entero que está arribando a SU territorio como un verdadero campeón de la vida.

Es una historia larga y bastante extraña para un simple gato de medio pelo.
Cuando preñaron a su madre, una gatita nuevecita y callejera, ya natura venía entreverada.
Aunque el pánico de ese montoncito de pelos amarillos era indescriptible -en ese jardín que presenta a mi casa y que marcaba mi perra setter- ella se animó a dejarse querer por una perra y, entre las dos, quizás por su condición de hembras, hubo un tácito acuerdo y ella se quedaba entre los orines delimitados por Jazmín que sabía, ningún perro se atrevería a cruzar.
Pero llegó el día en que el hambre pudo más y entonces, aunque no lo puedas creer, cuando Marcos entraba el auto por la rampa de acceso hacia el garaje, esa gatita se metía debajo de la camioneta en movimiento y andando junto con esa terrible cosa rugiente por encima de ella, se metía dentro de la casa y, al detenerse el auto en su rápida entrada, mientras alguien cerraba las puertas del garaje, la gatita ya se lanzaba en una carrera vertiginosa hacia el fondo, amparada y controlada por Jazmín.
Cuando la vi por primera vez entre los pastos de atrás, se andaba una de reconocimiento de su nuevo hogar y, ante mi espantada figura humana que no quería saber de más mascotas que Jazmín, era sacada hacia el frente bajo la mirada casi suplicante de la perra que yo, tonta humana, interpretaba como queriéndola echar de sus dominios.
Sacada era y entrada que se entraba cada noche en la subida rimbombante del auto que abría mágicamente las puertas del garaje.

Mucho me llevó darme cuenta de que la perra la estaba protegiendo; mucho me llevó darme cuenta de su manera de entrar a la casa, tratando de ganarse un pedacito de paz y alguna sobra de comida, arriesgando todo al avanzar entre las ruedas rodantes que, por unos centímetros, auguraban una muerte espantosa.
Pero cuando me di cuenta, fue tanto el respeto de mi asombro, que Filomena se ganó un lugar dentro de la familia.

Y así, en un parto terriblemente difícil, con intervención del hombre veterinario cuando ella pidió ayuda en medio de sus pujos porque natura le avisó que no podría parir, por pequeña y violada, después de una cruenta cesárea, se salvó un triste pedacito de piel, tan chiquito y tan olvidado de todo, que fue Micaela la que le dio el calor que le faltaba, a fuerza de caricias irreverentes en sus manitas de niña, y le dio el soplo de vida en la oración de sus palabras derretidas sobre ese cuerpecito de llanto y de miel.
Así nació Timoteo.

Volvieron a casa, Filomena con su panza cosida y entre los vapores de una anestesia, y Timoteo, tan feo y tan chiquito que ni siquiera el hombre veterinario daba una noche de vida por él.
"Si logra prenderse de la teta puede que se salve ... pero si no lo hace, es seguro que muera ... es tan chiquito que no hay forma de alimentarlo si no es con la teta de su madre", dijo el hombre.
Entonces quedamos, en esa fría noche de primavera reciente, acostadas en el piso, Filomena, Timoteo y yo.
Entre las palmas de mis manos respiraba ese montoncito de piel y cartílago, mientras una gata puro instinto trataba de levantar su cabeza para responder a todas las voces de la naturaleza. Pero estaba tan dopada que no le respondían ni las patas, entonces en el intento, caía derrumbada y atónita por no poder hacer lo que debía.
Yo cada tanto acercaba a Timoteo a la teta más prometedora de su madre, pero el chiquitito no tenía fuerzas para prenderse. Se gastaba todo en poder y tratar de respirar, para que un ahogo no se lo llevara, sin darse cuenta, hacia la muerte. Yo le daba calor con mis manos y con una bolsa de agua caliente, y acomodaba a Filomena de manera que no se lastimara la herida recién cosida.
Las horas pasaron y se fueron marcando con una angustia grande y una impotencia feroz; la naturaleza y la mano del hombre.
Fue a eso de las cinco de la mañana que, en un intento ya casi entregado, lo acerco a la teta hinchada de bendita leche tibia que esperaba ser sacada para dar vida, cuando lo veo fruncir sus labios, olisquear desesperadamente ese llamado materno y, en la ceguera de su mirada, buscar frenéticamente la teta de la madre. El sueño y el cansancio se me desvanecieron como por encanto, y hablándole a Filomena para que no lo fuese a rechazar, con miedo de que no supiese cumplir con su tarea de madre, fui ayudando a esa boquita ansiosa que era casi más pequeñita que la esmirriada tetilla de la gata. Pero todo junto se dio.
Timoteo pudo hacer el acto de la succión cuando logró aprehender la teta y Filomena se quedó quietita dejando que fluyera la leche, como sabiendo que comenzaba entonces a fluir la vida.

Sólo recuerdo que mientras él mamaba, yo largaba las aguas saladas de mis ojos brindando por la dulce bendición de una tarea que comenzaba.
Logró salvarse.
Comenzó a ser una pelotita peluda y amarilla igual a su mamá, una Filomena que comenzó a recuperarse y a olvidarse de esa cosida que le molestaba allá en su panza.

Vino una época de maravillosos descubrimientos a cada minuto. Ver florecer la vida a través de un animal, es redescubrir la vida en uno.

Filomena no hizo más que cumplir con ese instinto con el que había sido dotada; y lo hizo de maravillas.
Cada día, en el aprendizaje del pequeño a través de los juegos, nuestra casa se veía coronada por las risas y la alegría que madre e hijo nos deparaban.

Ya luego, comenzó a despertar el instinto del pequeño que, tan lejano del perro, lo obligaba a salir a descubrir ese mundo que aún no había sido 'marcado' por él. Y comenzó a salir a la calle, y comenzó a no volver alguna noche, y comenzó a tratar de hacernos entender que ya era un gato ...

Y uno trata de conservar esos pequeños milagros de alegría y, egoístamente, hombre al fin, se plantea castrar al gato para tratar de mantenerlo como un adorno viviente dentro de la casa.
La respuesta de Marcos fue contundente y sin lugar a dudas.
Timoteo no se castra.
Y no lo castramos.
Nos adaptamos nosotros a él y a su naturaleza, utilizando esa naturaleza nuestra de poder 'pensar' y aceptar su vida entera.
Vinieron días sin él, noches enteras en las que su comida esperaba y esperaba aún después de los impresionantes gritos nocturnos de: Tiiiiiiiiiimooooooooteoooooo!!!!

Y sabés que no sé qué fue, pero cada vez que él se acercaba a casa, luego de varios días sin venir, ya llegaba anunciando su arribo desde una cuadra antes, pegando unos maullidos que parecían querer imitar mi voz cuando lo llamaba en las noches de desaparecido.
El barrio, al principio, lo miraba extrañado, porque el muy guarro se aproximaba caminando por el medio de la calle, y con esos sonidos que desprendía, llamaba la atención de todos hasta que traspasaba la reja del jardín. Y si no salías a abrirle la puerta, se paraba -luego de algún lambetazo certero para acabar con alguna mosca o restañar la sangre que le corría en algún lugar de su cuerpo- y redoblaba sus gritos hasta que la puerta era abierta y él entraba al galope de sus patas flacas hacia su bandejita de comida. Y si la bandeja no estaba en su lugar porque había sido subida a los estantes del garaje para que no se la comiera Jazmín, se paraba en dos patas, mirando hacia arriba, gritando como enloquecido.

A veces, luego de comer vorazmente, entraba a dormir sus descalabros siempre dentro de la casa y en los mejores lugares: alguna cama tibia, algún sillón que agarraba entero, una silla con alguna ropa que hubiese quedado allí esperando algo que no llegaba, un rincón en la cucha de Jazmín al calorcito de la estufa en invierno. Sí, siempre dormía con la perra, que lo había querido y asimilado como el hijo que nunca pudo tener. Ella tenía cosas de gatos y él, le había tomado prestadas algunas cosas a su madre perra.
Como Filomena, que si se enoja, ladra.
Y fueron esos momentos que yo aprendí a disfrutar y no había cosa que me calmase más que ver a Timoteo dormir. Ver dormir a un gato entregado, es de las cosas más gratificantes, dulces, tiernas y cálidas que hay. Reconforta el alma.

Y así fue pasando el tiempo y ese paso significó tener el barrio plagado de montoncitos de pelos color de miel. Por varias cuadras.
Nueve años de arrabal ... nueve años de Gardel. Nueve años que lo convirtieron en un gato semi-salvaje al que yo, únicamente, podía ponerle un dedo encima. No tenía piel con pelos, ya se la había gastado, pero tenía una vida que pocos gatos han tenido. Claro ... los había derrotado a todos y era él el campeón de la noche de gatas.
Tenía, te decía, un cuero duro y asqueroso, lleno de cicatrices y lastimaduras que iban curando, cáscaras en los lugares más insólitos y unos comportamientos extraños que me llevaron a mi a comportarme de una manera más extraña aún.

Un día me trajo a sus hijos, anunciándose como siempre con su cortejo de maullidos.
Cuando abrí la puerta, allí estaba y se quedó parado, sin entrar y mirando para atrás, dónde cuatro pelotitas de pelos, temerosas y flacas, esperaban la orden de su padre.
Ella, la gata, estaba achatadita en la vereda, pronta a huir si alguien se le acercaba ... supongo yo que no podía creer los cuentos que ese gato le habría contado y, en su condición de gata callejera, no cejaba en sus dudas y no se acercó. Mi risa tapó mi espanto y, sacando rápidamente la bandeja de su comida hacia afuera, les brindé el alimento. El comía apaciblemente y miraba, cada tanto, a sus cachorros como diciéndoles "coman, coman que después nos vamos a dormir"
Ella no se acercó.
Cuando terminaron de comer, yo tenía la puerta cerrada y no lo dejé entrar. ¿Y sabés qué hice? Cuando ella huyó hacia los matorrales del baldío de enfrente y las pelotitas de pelos de miel salieron cómo ráfagas arremolinando miedos por la vereda detrás de su madre, ¡me senté a hablar con Timoteo!
Y sí, a gato loco, mire, humana loca y por demás.
Le expliqué, tratando de gestualizar bastante, que yo no podía recibir a su familia en casa. Que este lugar en el mundo que él tenía no podía ser compartido con su gata y sus gatitos. Que él tenía que entender que las reglas del juego eran otras. Que no podía tener casa con familia, porque si no, íbamos a quedarnos sin casa los dos ...
Y no te rías, pero pareció entenderlo.
Desde ese entonces, a veces, cuando lo apremiaba una voracidad al comer y yo veía que no masticaba y se llenaba la boca a mordiscos grandes, cuando finalizaba comenzaba a largar unos sonidos guturales al lado de la puerta para que lo dejara salir. Luego de pasados unos minutos, volvía a pedir para entrar y se largaba a devorar su comida otra vez. Y así, todas las veces hasta que su bandeja quedaba vacía. Mi curiosidad pudo más e intenté obtener la respuesta para tan extraño proceder.
Y lo logré.
¡Le llevaba la comida a su familia dentro de su boca! Llegaba y regurgitaba la comida y volvía a buscar más. Nunca dejó de alimentar las familias que iba teniendo. ¡Qué gato!

Y ahora, mientras te escribo esto, también había hecho lo mismo.

Tenía su familia en el baldío de la vereda de enfrente ... y salió a llevarle comida a sus críos hasta el último día en que vivió.
Es más, quiso morirse -me cuentan- a medio camino entre ellos y su casa la nuestra. Cruzó tambaleándose, con media cara que le habían comido los gusanos por una bichera (que ya le habíamos curado) y luego, lentamente, como casi no pudiendo llegar, pasó la reja del jardín de casa y se acostó allí, mirando hacia el baldío, a morir de la misma manera en que había vivido.
Con una dignidad y un honor que ya quisieran muchos humanos tener.

El problema son tres diminutos montoncitos de pelos que, cuando la tardecita cae, se animan a arriesgarse entre los yuyos y se paran, uno al lado del otro, mirando para casa, esperando a ese padre que los alimentaba y que de pronto, dejó de ir.

Pero un damasco añejo y en el esplendor del verano lo cobijó entre sus raíces para que siguiese su camino transformador. Y, aunque aún el otoño demorará sus días en llegar, le lloró un montoncito de hojas sobre la tierra removida y húmeda que tapó su historia de caballero andante.

Pero, de una manera u otra, sigue estando, y a veces, cuando la tardecita comienza a aprontarse para salir, me parece oír su maullido perentorio en la puerta de casa.

jueves, 1 de noviembre de 2007

La manera de ser


¿Alguna vez observaste le vaivén de las olas de un mar relativamente calmo?
A lo lejos se va formando, avanza con una determinación irresistible juntando cada vez más agua a su paso, creciendo y avanzando.
La ves venir, imparable y, por conocido, ya estás previendo el momento exacto donde va a romper, desbordando el caudal que porta e irá a derretirse lamiendo la faja de arena húmeda presta a recibir la caricia redentora.
Y se vuelca y se retrae.
Empuja y desempuja.
Adelante y atrás.
Y termina esa y ya llega la otra y, más atrás, otra que se viene formando.

Otras veces no se desbordan sino que hacen un montón de espuma entreverada que arremolina la arena, allí mismo en la punta del mar.

Lo que no cambia es su incesante vaivén.

Así es hoy la angustia mía.
Comienza en algún lugar determinado del alma y revienta unos segundos antes de la garganta.
Cuando es ola que se derrite, es una lamida que atenaza y se diluye hacia el estómago.
Cuando es ola de burbujas, un suspiro disneico me retumba los labios.

He encontrado, entonces, la manera de ser mar.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Blasfemia


Miré lo más alto que pude, allí nomás hacia la luna y sentí la impresionante magnitud de la insignificancia.

Miré lo más adentro que pude, allí nomás hacia mi alma, donde estás vos, y sentí la impresionante magnitud de la insignificancia.

Con un simple gesto podés regalarme el universo o hundirme en el centro de la Tierra.

Con una mirada me brindás las dos puntas del arco iris y con otra los tres clavos de una cruz.

Con un soplo me das la esencia de la vida y con otro, en un instante, soy una minúscula mota de polvo que te sacudís.

Me siento blasfema, hereje, casi primitiva.

Te siento mi dios.

viernes, 19 de octubre de 2007

Visitas


La noche sin sueño ni sueños fue demasiado larga. Tan larga como la uña del largo dedo helado del miedo. Ese que hurga la tibieza terca de mis entrañas y las paraliza, las retuerce, las anuda en un agónico suspiro que me hace bajar los ojos.

Vi la luz del sol antes de que asomase su cara ineludible.
Caminaba.
Caminaba y pensaba que también estaba viendo la muerte antes de que nos diera la cara.
Estaba tan presente como la luz.

Tropecé con los guijarros flojos del camino que se metieron entre la suela despegada y mi zapato chueco.

Iba a verte, hermano.

La noche sin sueño con sueños inventados es demasiado larga. Tan larga como la pipa de los recuerdos que ahúsan el presente. Sacudo el humo, quiero el hoy, ese donde no estás porque sos milagrosamente ayer.

Veo la luz del sol antes de que asome su cara ineludible.
Espero.
Espero y pienso que el pasado se torna tangible desde aquellos larguísimos años en los que, empecinadamente, sostuve tu mano y no desvié nunca la mirada.

Tropiezo con los guijarros flojos de tu soberbia indiferencia que se meten entre la sangre que portamos y mi alma chueca.

Venís a verme, hermano.

jueves, 18 de octubre de 2007

Comunicarse


Están sentados, almorzando. La televisión, casi muda, despliega imágenes que, aunque miran de soslayo, no ven.
Junto con la comida, Cecilia mastica todos los silencios que la han ido acompañando durante años.
Esteban habla y habla de su trabajo, de sus intercambios con otras personas, de sus problemas laborales, de sus apreciaciones sobre la ciudad.
Pero Esteban no dialoga, sentencia.
Nada existe en su forma de expresarse, en sus gestos, que invite a compartir ideas. Porque no lo necesita. Le encanta el sonido de su voz, la impecable racionalidad de sus pensamientos, los juicios de valor y las conclusiones a las que ha arribado y por eso lo hace así: comunica sin posibilidad de comunicación.

El efluye gasificadas palabras que se disuelven en el aire ni bien pronunciadas. Necesita descomprimir la necesidad primigenia del habla que contiene su continente.

Cecilia intenta, entonces, afluir.
Contarle de sus afluentes, esos que la nutren.
Contarle de su afluencia hacia la vida, hacia el alma.

Así, se da cuenta que una simple y sencilla vocal, una letra pequeñita, adquiere la dolorosa magnificencia de la realidad: Esteban está enamorado de sí mismo.

lunes, 15 de octubre de 2007

Verdad de memoria


VERITAS ODIUM PARIT
(Terencio)

Que ni siquiera te avisen cuando me muera para que no pierdas tiempo enjalbegando tu insensibilidad de fingida conmiseración.

El sucio bardo te fue endureciendo el alma mientras te convencías bardo impoluto. Alma que vendiste al mejor postor, el que te obsequió por ella parné y prez.
Con todo por fuera, con nada por dentro, rellenaste la oquedad de tus sentimientos con el producto famélico de los albañales.

Consumado funámbulo tu vida es una novela. Me forjaste personaje secundario y cuando caducó mi utilidad, intentaste matarme, deshonrosamente, con tu filosa sarta de aranas.

Pero, para que lleves cual fleje en tu frente te reto: soy persona.

Soy persona y vivo.

Por eso, que ni siquiera te avisen cuando me muera.

jueves, 11 de octubre de 2007

Nicolás

Yo vi muy pocas veces a Nicolás. Y las pocas veces que lo vi, parecía él no verme en mi saltarina niñez de pelos cortos y pequeños pies, terriblemente prometedores de pisotones desaprensivos a su cerco de margaritas y siemprevivas.
Yo vivía en la ciudad de Paysandú y él en la colonia rusa que había contribuido a fundar: San Javier.
Yo pasaba mis veranos en aquella colonia, en casa de mi abuela Pasha o en la de mi tía Natalia.
Una vez, estando yo guardando cama por un resfriado (creo, ya ni me acuerdo) tuve un encuentro con Nicolás un tanto extraño.
Estaba en la cama de mis padres tratando, con todo el empeño de mis cortos años, de permanecer lo más quietecita que me fuese posible, tanto para no empeorar mi estado gripal como para no ligarme alguna bofetada furiosa de mi madre, que solía repartirlas de muy buen gusto y ganas cuando las cosas no eran tal y cómo ella las marcaba.
Y yo no era una niña muy quietecita que digamos.... o por lo menos así lo demuestran las cicatrices de algún varazo de mimbre que supe conseguir y las revoleadas de pelo que hasta hoy siguen ardiendo en el recuerdo.
Tenía, para ayudar a mi quietud, una tijera y un montón de revistas en dónde buscaba figuritas de avisos multicolores que me retaba a recortar de la mejor manera posible.
No me sentía muy mal, casi a gusto diría, en aquella enorme cama maciza de dos plazas y de madera lustrada, como me gustaban a mí. Por la ventana, recatada en sus cortinas de labor de ganchillo -maestría del arte manual si las hay- entraba un sol invernal y remolón que doraba las primeras horas de esa tarde.
La puerta de la habitación quedaba enfrente de la cama. Cada tanto, en mi febril imaginación, acomodaba las almohadas de pluma, alisaba el acolchado, doblaba prolijamente la sábana de crea blanca con delicados bordados y me sentaba en el medio exacto de la cama, recostándome, semisentada, entre telas y respaldo de madera. Me alisaba el pelo -soñando que era tan largo como el de Lady Godiva- enfrentaba la puerta con la mirada y soñaba que por ella entraban mil personajes de mi corte de Princesa (el título de Reina ni siquiera osaba quitárselo a mi madre) y mantenía un diálogo con cada visita, gesticulando y todo, mientras me miraba de soslayo en el enorme espejo que se empecinaba en estar quieto a un lado de la cama. Así recibía príncipes y reyes, discutía de reinos lejanos a conquistar o conquistados y llegaba a amenazar con mi tijerita roma a alguna doncella que se retiraba con un ademán de darme la espalda.
Por supuesto, la única persona que entraba y salía, de tanto en tanto y sin darme la menor bolilla, era mi madre que, en su cotidiano trajinar, pasaba trayendo o llevando alguna cosa de aquel dormitorio.
De pronto, en uno de mis vuelos imaginativos donde estaba charlando con un Príncipe venido de lejanas tierras, se abre la puerta del recinto que me cobijaba y me trae, bruscamente, a la realidad, la entrada de mi madre seguida por la imponente figura de Tío Nicolás.
De más está decir que me hice aún más pequeña dentro de mis almohadas, tratando de que no me viese, pensando que tan sólo vendrían a buscar alguna cosa totalmente ajenos a mi persona. Era grande mi sorpresa al ver a Nicolás allí en Paysandú, ya que él no salía jamás de su colonia. Y mucho más creció mi sorpresa cuando, dirigiéndose ambos hacia los pies de la cama, se paran y me anuncia mi madre que Tío Nicolás viene a hacerme una visita.
¡¡¡¡Zácate!!!! -pensé yo- ¿y ahora que tengo que hacer?; y tan sólo tragué saliva ya que las órdenes maternas no se discutían jamás.
Dicho esto, palmeó mi madre la espalda ancha de Nicolás y, dándose vuelta en un giro veloz y simpático, se marchó dejándonos solos.
Yo no sabía que hacer y muchísimo menos qué decir, así que solamente lo miraba, con esa manera tonta y mortificante que tienen los niños de mirar.

Todo fue un espectáculo impecable.
Parecía algo así como un rey, enfundado en sus toscas ropas de campesino cuidador de flores y de recuerdos.
Me hizo una pequeña reverencia, con una corta inclinación de cabeza ligeramente ladeada y, quitándose su sombrero de ciudad con su mano derecha, me saludó, cortés y correctísimamente, en ruso.
Creo que no respondí nada, ya que no sólo mis ojos estaban muy abiertos sino que mi boca comenzaba a caer por el efecto de tan exquisito gesto en la figura de ese campesino, tío de mi mamá, al que yo había visto demasiado pocas veces.
Su mirada recorrió la habitación como buscando y cuando sus ojos se posaron en la infaltable silla de aquellos dormitorios de antaño, se desplegó su sonrisa y, con su mano libre, la tomó y la colocó a uno de los lados de la cama, pero no enfrentándola, sino casi paralelamente, con lo que para mirarme, debía de girar su cabeza.
Se sentó con mucho cuidado. Colocó el sombrero sobre su regazo y me obsequió una sonrisa de giro y luego, volviendo a su postura original, quedó mirando la puerta que enfrentaba la cama. Recuerdo que pensé que parecíamos dos tipos sentados juntos en un carruaje, lado a lado, mirando el infinito de las estepas. Nadie hablaba. A mi, simplemente no me salían las palabras. Jamás debía yo dirigirle la palabra a un mayor si éste no me autorizaba primero, y como Nicolás seguía mirando hacia la puerta, allá miraba yo también, y como callaba, mi silencio no era otra cosa que la razón aprendida y por lo tanto esperaba una señal sonora de su parte para contestar adecuadamente. También con voz, claro, y no con gestos, que así hacen los animales y no los humanos porque nosotros tenemos voz; y para poder hablar Dios nos la dio.
Yo rezaba para que viniese mi madre y me salvase de situación tan incómoda. ¡Y vaya a saber qué cosas estarían pasando por la cabeza de Nicolás en ese momento!
De pronto, se da vuelta casi con todo el cuerpo y me enfrenta con ojos, con falda de sombrero y con grandes manos apoyadas sobre sus rodillas. Y entonces, casi en un susurro, como confesando un gran secreto, me dice:
- Chica, quirida, ¿sabe usted como sirvienta elegir?
En el mismo momento en que me doy cuenta de que mi cabeza se está moviendo, negando como los caballos, susurro un casi inaudible "no".
El encorva un tanto su delgado cuerpo más hacia mi y sigue:
- Quirida, muy sincillo, muy sincillo. Usted va a necesitar sirvienta, pero debe elegir la mejor y yo le voy enseñar cómo hace. Usted primero tiene que probar. Cuando ella esté trabajando, usted la mira y cuando ella no ve, usted coloca una escoba en el piso tirada. Luego la llama y le pide que alcance un vaso con agua. Si ella pasa sobre la escoba y la deja allí donde usted dejó y va y viene con el vaso con agua, no sirve. Si ella, al ver escoba tirada, levanta y apoya en pared y va y viene con el vaso con agua, tampoco sirve. Si ella, al ver la escoba tirada, la levanta y la lleva al lugar donde escobas estar y luego va y trae vaso con agua, ¡esa sí sirve! Esa sirvienta buena. Haga caso, quirida mía, y no olvide lo que Nicolás le enseña.
En eso entra mi madre y con palabras alborotadas saca al tío viejo del cuarto y de mi vida, que se va, despidiéndose con otra reverencia magistral.
Creo que esa fue la única vez que Nicolás me habló directamente a mi. A mi sola. Dirigiéndole la palabra a uno de esos pequeños molestosos niños, que era como nos trataba en San Javier. Sin palabras. Con indiferencia y con ojos azules con los que cercaba sus plantas, flores y cipreses.

Fue una enseñanza que luego apliqué en la vida muchas veces, no para elegir "sirvientas", claro, pero sí para ser yo misma de esa manera. Traté siempre de vivir no dejando la escoba tirada pasando sobre ella, sino recogiéndola y llevándola a su lugar, para después continuar con lo que se debía hacer.

martes, 9 de octubre de 2007

Chauchas de miel


Pitanga optó por esconderse detrás de las viejas raíces tortuosas de un impresionante árbol de chauchas de miel. Concluyó que se encontraba a la distancia correcta, ni muy lejos ni demasiado cerca de los acontecimientos que se desarrollaban vertiginosamente debajo del eucalipto, que manifestaba su temor desgranando en el aire su aroma inconfundible, alertando a los pobladores quietos del baldío de la llegada de esos dos pequeños demonios humanos. Pitanga se echó y el contacto de su vientre dolorido con la frescura de la hojarasca húmeda le hizo bien. Sacó su lengua y la dejó colgar de costado mientras miraba a los niños y, aunque deseaba ayudar -adornando de ladridos donde colgar los vaporcitos cosquilleantes del árbol- lo mantenía expectante y quieto la patada certera que había recibido en el anca al primer intento de ladrar y había arrancado un aullido profundo y agudo de dolor.

Rauli estaba parado de piernas bien abiertas, muestrario colorido de machucones, raspones, heridas cascarientas, picaduras, salpicadas de barro pegajoso y seco que relucían más por los pedacitos que, increíblemente, aún quedaban visibles en su blanquísima piel. Las manos sudorosas de puro miedo cerradas en puños que apoyaba a ambos lados de su cintura. La camisola abierta cumplía función casi de capa protectora de hombros, ya que dejaba libre al quemante mediodía las cicatrices de valientes andanzas pasadas y las cáscaras de fulgurantes heridas recientes, de puro peleador empecinado contra la naturaleza y el cinto encarrilador de su madre. Su cabeza se inclinaba desafiante hacia la niña tendida en el suelo, y agitando el copete que le dejaban crecer, moderadamente, a su rubio pelo, por su boca comenzó la letanía burlona que lo caracterizaba:
“Ña, ña, ña, ña, mariquita, mariquita. Te caíste, te caíste”.
Sólo sus ojos, allá detrás del azul, dejaban aparecer el hielo del temor, la pizca de susto verdadero de que a Mary le hubiese pasado algo más que una caída. Más le sudaron las manos, entonces, inclinó su cuerpo un tanto y, enfocando sus ojos en la cara dormida de la niña, le dijo:
“Dále, ché. No jodas. Levantate. Sos mariquita porque sos mujer, está bien....”.

Mary abrió los ojos, muy, muy abiertos. El pánico la invadió cuando sintió, cuando se dio cuenta que el aire no le llegaba a sus pulmones. Entonces abrió la boca, mucho más abierta que sus ojos, y por más esfuerzo que hacía, el aire no entraba, no quería entrar, no podía y Mary se ahogaba. El dolor de su espalda era lacerante pero más soportable que el ahogo, casi mortal, que no terminaba.
La caída había sido larga, muy larga, desde la ramita endeble y nueva que se quebró a los casi dos metros de altura en que estaba creciendo, al no soportar el peso de la pequeña, que temerariamente quería demostrar más valentía y coraje que el inconsciente salvaje de su primo. Y así vinieron cayendo ambas, la ramita y la niña, y así llegaron al suelo que las recibió, la ramita y la niña; pero el impacto fue grande, tanto que liberó, dolorosamente, de un soplo el escaso aire que traía en los pulmones mientras venía cayendo. Porque bien se cuidó de gritar. Porque podían oírla los mayores. Entonces sólo espiró en un grito silencioso la bocanada que el golpe le arrancó de raíz. Y eso fue como si le hubiesen cerrado los pulmones; el aire nuevo no podía entrar.
Boqueaba como un pez fuera del agua, sin emitir sonido alguno, sólo sintiendo que se ahogaba, cuando vio aparecer la cara de Rauli encima de sus ojos; ojos tan verdes como las hojas nuevas de la rama que no fue capaz de sostenerla.
Burlona, altanera, ganadora la mirada azul que traía la cara Y eso la decidió a moverse como si nada hubiese pasado.
Apoyó un codo en el suelo, sólo Dios sabe de dónde sacando fuerzas, y giró su cuerpo incorporándolo un poquito y entonces, milagrosamente, sus pulmones se abrieron otra vez permitiendo la entrada del aire vividor arrancando un sonido guturalmente doloroso. Seguía respirando. Cuando quiso pararse un dolor insoportable en la columna la hizo acostarse otra vez en el piso húmedo del terreno.
Giró la cabeza buscando a Pitanga. Había sentido el aullido provocado por la patada de Rauli cuando intentaba callarlo y ahora quería defenderlo de ese salvaje; reprocharle al indiecito rubio el castigo infligido al perro.

Rauli paralizó a Pitanga en el lugar en que se encontraba con sólo una mirada, y dejando escapar un bufido de alivio celebrando el bienestar de la tontita capitalina, arremetió:
“Dale, ché. Levantate y no te hagas la viva que si nos pescan acá nos muelen a palos. ¿Tas bien?

Mary tenía que admitir que tenía dolor, aunque eso le costaría perder puntos ganados. ¡Puntos que le había costado tanto ganar! Venciendo repulsiones a sapos y culebras; a tiradas al agua desde el cemento alto del puerto; a comidas de frutos de tuna usando sólo los dedos; a ver quien cazaba más abejas usando sólo las manos en los canteros de siemprevivas; quedándose más tiempo al lado del avispero venciendo el terror de ser picado por la más grande; destruyendo hormigueros enormes sin recibir ni una picadura... Pero sentía mucho dolor, y le dolía más que el dolor de reconocerlo frente a su primo.
“Me duele mucho la espalda. No sé si me puedo mover... ¿Qué hago?”

Rauli apoyó una rodilla en el suelo y de pronto sus ojos demostraron respeto. Con su manita mugrienta de pueblo recorrido acarició el hombro de la niña y le dijo:
“Quedate quieta. Capaz que así se te pasa. Cuando te puedas parar nos vamos”.

“Sentate a mi lado. Llamá a Pitanga. Vamos a charlar” – le dijo Mary.

Un sentimiento sofocante de incredulidad frunció las cejas del niño. ¿Hablar? ¡Pero esa gurisa estaba loca! ¿Habría quedado así del golpe?
Que raras eran las mujeres...

“¡Hablar de qué! Lo que tenemos que hacer es irnos, mongólica. Si la vieja nos agarra nos curte a cintazos y vos te querés poner a charlar, ¿sos tarada?” – aseveró rápidamente Rauli, que ya calibraba las posibles consecuencias de aquella travesura.
“A ver, tratá de pararte... A mí nunca me pasó tamaña cosa... ¡Qué increíble! Caerte así de tan alto... ¿Qué sentiste? ¿Cómo fue? ¡Hasta el Pitanga se asustó...!”

Entonces Mary se dio cuenta de que no había perdido ningún punto. ¡Había ganado más respeto que con las avispas! Eso merecía que se parara y venciendo cualquier dolor caminara hasta que se alejaran del baldío prohibido. Y así lo hizo.
Rengueaba un poco pero Rauli no se daba cuenta, ya que le saltaba alrededor, junto con Pitanga, al sonsonete de preguntas llenas de admiración por la caída estrepitosa.

Que raros eran los hombres... se iba diciendo Mary con la mano apoyada en su descalabrada espalda.

Y pasado el alambrado, sin adultos a la vista, se sentaron en la rama chueca del árbol a comer unas merecidas y prohibidas y calientes chauchas de miel.

domingo, 7 de octubre de 2007

Aquellas mujeres

Yo las miro y no las comprendo demasiado. Me siento en mi mecedora y tengo que estar allí, sentada, porque mi abuela dice que con el caramelo dentro de la boca no puedo andar saltando porque me lo voy a tragar y corro el riesgo de morir atragantada. ¡Y qué me importa!
Pero no tengo más remedio que seguir sentada si quiero saborear el dulzor sin pellizcones de mi madre o gritos de mi tía.
Es que yo no tengo poder sobre mis pies, ellos andan solos y se les da por recorrer sendas y flores, y árboles y baldosas con hormigas. A veces las convido con caramelo a las hormigas. Hoy no, porque estoy sentada en mi mecedora y me dedico a mirar a las mujeres.
Mujeres viejas.
Mujeres viejitas.
Mujeres más viejitas con caras arrugaditas como pasitas de uva.
Mujeres.
Tienen las caderas anchas y los pechos grandes. Tienen brazos amasadores de panes de algodón y huelen a lavanda. Tienen la piel del color de la luna y los ojos del color del cielo o de la menta fresca.
Son mullidas y suaves como los almohadones de pluma que a mi tanto me gustan.
Cuando nos reunimos se arremolinan y andan en racimos por todos los rincones, a la caza y a la pesca de niños traviesos o adolescentes extraviados.

Las mujeres hacen. Enseñan. Cuentan historias. Cuidan. Limpian. Tienen caricias. Se ríen hasta llorar y cuando lloran ríen. Saben de estrellas y son profundas amigas de la luna. Callan y cuando hablan no le tienen miedo al alma. Despliegan la vida a cada paso y a toda hora. Las mujeres son para estar siempre.

Los hombres sólo traen dinero.

sábado, 6 de octubre de 2007

La foto de papá



Yo no sé por qué no estás. O sí lo sé, porque mamá me dice que estás trabajando para que nosotros podamos comer. Nosotros que somos LA familia, dice. Y yo trato de no necesitarte, te lo juro, pero me da rabia porque te necesito. Y porque todos los papás de mis amigas están en la casa; y van a la escuela a buscarlas; y los domingos pasean con los papás por 18 de Julio; y van al cine y les compran helados.
Y yo no. Vos que sos mi papá no estás.
Y yo tengo que andar explicando que trabajás “en las carreteras”, por eso no venís, porque tenés que andar por todos los caminos viejos haciendo caminos nuevos para que la gente pueda visitarse cuando viven lejos.
Dice mamá que tengo que ser buena porque si no Dios me va a castigar, y que si soy buena puedo rezar y pedirle deseos a Dios para que me los cumpla, y que él lo va a hacer sólo si soy buena.
¿Sabés qué le pido a Dios?
Todos los meses, pocos días antes de que me den el carné en la escuela, le pido a Dios que vos estés en casa y me lo puedas firmar.
¡Qué no daría por ver tu firma, la firma de mi papá, en el carné de la escuela! Es que a mis amigas el carné se lo firma el papá, yo soy la única que lo lleva firmado por la mamá. Porque vos no estás, papá. Nunca estás.

Fue por eso que agarré tu foto. No sé, lo hice sin pensar. La vi el la caja de las fotos de mamá y se me ocurrió llevarla a la escuela para mostrarle a todo el mundo que este es mi papá. A Teresa, que siempre se burla porque ella se pasea oronda de la mano de su papá, y a la maestra, sobre todo a la maestra que siempre mira para ver quién me firma el carné, sobre todo a ella para que viera que sí tengo papá. ¡Estás tan lindo con tu traje blanco en la foto! Y con tu sombrero de señor.

Mamá se enojó mucho cuando se enteró de la foto.
Me pegó con rabia un golpe en la cabeza, me agarró del pelo y me zarandeó mientras me gritaba. Estúpida, me dijo, no te das cuenta que esa es una foto vieja, me dijo.
Entonces yo le expliqué lo del carné, pero se puso peor. Le quise seguir explicando para que me entendiera bien, para que entendiera que yo a ella la quiero más que a nada y a nadie, pero fue peor. Dejó de gritar, me miró con mucha rabia y me dijo que Dios no me cumplía el deseo porque yo soy mala.
Y que vos no estás porque yo soy mala.
Por eso Dios no me cumple el deseo.
Eso me dolió mucho porque no quiero ser mala, pero no sé cómo hacer.
¿Qué te hice papá?

viernes, 5 de octubre de 2007

El porche

En las tórridas tardes de impuestas soledades, el porche de mi abuela era mi refugio.
Siempre tenía la sensación de estar dentro de un horno, tal el calor que hacía en ese pueblo de abejas y girasoles. Pero allí, en esa hora tiempo de las chicharras, los lagartos y las ciruelas madurando, la sombra del porche tenía toda la frescura que me permitía no dormir la asquerosa siesta de los adultos.
Era yo una pequeña intrusa que, refugiada en el amparo protector de las paredes blancas, podía observar lo que lo hombres no podían.
Nada de lo humano rozaba ese momento primigenio de la naturaleza. Ella misma se manifestaba y se erguía majestuosa espantando todo aquello que pudiese molestarla.
Una orgía de luz reverberaba en cada resquicio que mis ojos descubrían; las plantas bajaban sus cabecitas y sus hojas, como brazos entregados, semejando una reverencia absoluta al dominio del sol; las cigarras lo veneraban con su interminable canto de kilómetros; los lagartos lo bebían hasta hartarse crucificados en el cruce de los caminos; sobre el agua del río se formaba una luminiscencia que semejaba un espejo; podía oírse cuando las grietas de la tierra se abrían, como cuando se quiebra el caramelo.
No salían los hombres; los perros gastaban sus jadeos debajo de los árboles en la más necesaria quietud; los pájaros guardaban sus trinos; los gatos dormían debajo de las acelgas; ni caballos, ni vacas; hasta los peces modulaban sus ondulaciones envidiando a las anguilas escondidas en las lodosas barrancas.
Sin lugar a dudas, eran los sonidos del silencio.
Y yo tenía la maravillosa posibilidad de escucharlos. La maravillosa posibilidad de ver, aún encandilada por los reflejos.
Me la brindaba ese porche mágico.
Que tenía plantas cuidadas con esmero.
Que tenía, enfrente, dos jazmines blancos y un jazmín paraguayo en celestes.
Que por sus paredes trepaba, descarado, un jazmín del país y aromaba esplendente a toda hora.
Que tenía un banco pintado de rojo, como rojas eran las macetas que contenían las flores de ‘corazón de estudiante”
Que estaba bordeado por un cerco de pinos, los más verdes imaginables, recortados con maestría en primorosa forma.
Y que tenía, por sobre todas las cosas, un nido de golondrina. Esa golondrina que hacía todos los veranos del mundo. Esa que venía, año tras año, a poblar su nido de emplumadas nuevas vidas.

Tirada yo de panza en el suelo, sobre las refrescantes baldosas amarillas, observaba, también, la fila de laboriosas hormigas que se apresuraban a robarle a mi abuela las hojas de su “planta de azúcar”
Sabía que ese momento duraba poco, y su finalización me la marcaba la golondrina al salir del nido, como una flecha heroica, hacia el agua del río.
Pero… ¿fue verdad?