sábado, 24 de noviembre de 2007

Panza de cobre


La noticia le cayó callándole la posibilidad de emitir palabra.
No la entendía ni por el momento ni por el lugar.
Estaba velando el cadáver absurdo de quien había sido su hermana del alma en la sala de la funeraria.

Luego de mirar y mirar el rostro enmarcado por la mortaja, atajando la impotencia que se volvía rabia incontenible, con los dedos aferrados a la impostergable madera del ataúd, había salido a boquear un aire que se negaba a entrar en sus pulmones.
No lograba comprender que esa personita cuya cara amarilleaba con los colores que la muerte, inconfundiblemente, elige cuando se lleva la vida, fuese la misma que el día anterior cascabeleaba el aire con su risa y desgranó melodías de esperanza con el tono de su voz.
Que se había suicidado, le avisaron.
Y en ese cúmulo todo preguntas sin respuestas, con el aire ausente del desconcierto, con la estupidez que dibuja el estupor en los ojos al reventar intempestivamente, intentó acomodar el dolor sentándose en uno de los miserables sillones de boca abierta que suelen poblar los coquetos espacios destinados a cobijar los coros mal disimulados de la muerte.

En ese momento y en ese lugar le cayó la noticia.
Era heredera de todo lo que hubiera dentro de la casa.
Estupor más estupor, cese de las funciones intelectuales y acentuación notoria de la idiotez en el rostro.

Aurora y ella habían sido hermanas, de esas que uno elige en la vida.
Aurora era una joven mujer que, por cosas de las circunstancias, poseía una excelente situación económica. Tenía muchas propiedades y cofres y cuentas bancarias. Todo fue para su familia. Menos la intimidad de las cosas de su casa.
Aurora tenía dos hermanos de sangre que vivían en otro país.
Aurora tenía una vida y, pensando en la muerte, había hecho testamento.
Aurora quería ser cremada y que sus cenizas fuesen arrojadas, desparramadas, liberadas, en una playa lamida por el Río de la Plata dónde, tiempo atrás, Aurora había hecho un manto arco con las cenizas de su esposo.
Aurora se había llevado todas las respuestas.

Esperada fue la actitud que asumió la familia cuando le cayó, a ellos, la noticia.
No quedaron mudos.
Recelo, indisimulada bronca, miradas de rechazo; todo justificado por lo que consideraban la usurpación de una advenediza.
Gritaron atacando con amores, dizque, venían desde los genes compartidos.
Gritaron atacando con poderes, dizque, tenían por sangre.
Gritaron atacando con el argumento de los afectos, dizque, sólo podían sentirse entre hermanos consanguíneos.

Pero ella siguió callando.
Consideró, sintió, creyó, necesitó, no andar justificando el amor fraternal e inmenso que las había unidos como hermanas del alma.
Pensó en lo que Aurora le había legado y lo encontró tan inmenso, lo sintió tan inasible que, a pesar de existir lo material, en definitiva no tenía un precio que los hombres le pudiesen poner con monedas.
Le había entregado su intimidad más profunda.
Esa que todos vamos construyendo y, necesariamente, debemos tener para poder compartirnos con los otros.
Esa a la que nadie accede porque es la que nos rescata como personas en esta vida y, de alguna manera, cuando morimos dejamos a la intemperie para que la cubra, pudorosamente, quien nos sucede.
Esa que el alma va formando de pequeñas grandes materialidades tangibles que cuando morimos, la deja desnuda a los ojos de quienes quedan custodiadores del tesoro más arcano e intransferible de cada uno.

Los consanguíneos continuaron gritando y, mientras tanto, fueron robando en una rapiña voraz, todas las cosas materiales que quisieron.

Ella continuó en silencio.
Silencio con el que acompañaba a su hermana del alma muerta.
Alguien le avisó que Aurora había sido cremada.
La imaginó, entonces, liberada de su urna de cerámica en alguna tarde de canela, tan canela como su piel, yendo al reencuentro que los vivos imaginamos para los muertos, inventándonos un cuento que nos permita ilusiones para las respuestas que no tendremos jamás.

Dos años después, por esas cosas de los papeles y de los jueces, ella tuvo, debió, concurrir a la casa de Aurora para confirmar un inventario.
Enfrentada a la situación, el largo tiempo se le volvió un ayer inmediato al mirar aquellas cosas que la casa blanca, deteriorada y capturada por las arañas y las bisnietas de las arañas, aún conservaba después del saqueo de los afectos de sangre.
La pequeña escultura de la amistad, de la que tanto habían hablado cuando Aurora la puso sobre el vidrio de la mesa ratona del living, la saludó trayendo un recuerdo fresco.
La mesa y las sillas del estar la recibieron, casi dibujando las siluetas sentadas, con las tantas y tantas veces compartidas entre café, cigarrillos, lágrimas y risas, planes y ganas de comprender la vida.

Iba tildando las cosas del inventario con mecánico desgano.
Estaba escrito: 1 fonduera de cobre.
Ella la miró, allí todopoderosa coronando el mueble, y recordó momentos que tenían a la mencionada fonduera como centro de las vivencias con Aurora y los amigos.
Una sonrisa se le comenzó a dibujar, como si las memorias gratas se le fueran acomodando a flor de labios y, de la mano de una emoción recóndita, atravesó la pegajosa tela de una arañita que vivía en el pomo de la tapa y la abrió.
Quizás pretendiendo liberar el último recuerdo que moraba en el fondo de su panza de cobre.

Pero liberó, otra vez, el horror del estupor.
No estaba el último recuerdo, estaba la última forma de Aurora.

Contenía las cenizas encerradas de Aurora.
Y una placa, de bronce, donde constaba la fecha del otoño cuando había sido incinerada, dos años atrás.

Sus consanguíneos violaron la intimidad que ella no había querido entregarles y resolvieron incumplirle, negándole la última libertad, dejándola encerrada en una panza de cobre.

1 comentario:

Mauro Vaghi dijo...

Katia, te felicito, luego del impacto inicial, donde uno puede dejarse llevar por las historias personales, aparece ese sentimiento, tan puro, tan fuerte, tan envidiable, que resulta de la entrega de la intimidad. Aunque la mayoría no lo entienda.
¿Se le puede pedir algo más a la vida?.
Gracias Katia.