sábado, 1 de marzo de 2008

Fideofinofideogrueso

Ya me cansé.
Hemos dado demasiadas vueltas en redondo y comienzo a sentirme mareada, casi al borde del vértigo, lo que implica una sensación no demasiado agradable hoy.

Cuando yo era una niña -bastante "varonera” al decir escandalizado de mi madre que me metía en primorosos vestiditos de tul cimbreando una varita de mimbre que lograba mi quietud absoluta como por encanto- jugaba a sentir el vértigo.
Era verdaderamente emocionante.
Nos poníamos de acuerdo entre dos niñas y, secándonos las palmas de las manos que ya comenzaban a sudar frente al cosquilleo de lo que íbamos a provocarnos, nos parábamos una frente a la otra.
Nuestros ojitos desparramaban una alegría loca, soltábamos pequeñas risas entrecortadas y afirmábamos los pies con toda el alma contra el piso, con las piernas abiertas en el adecuado ángulo que sería capaz de sostenernos.
Así nos mirábamos a los ojos, profundamente corto, haciendo implícita la confianza ciega entre ambas.
Cruzábamos los brazos delante de nuestro cuerpo y nuestras manos se agarraban, entregándonos, en el momento en que nuestros dedos se entrelazaban, a la capacidad de la otra para poder sostenernos y a la propia para poder sostener.
Allí comenzaba, entonces, el giro; lento, de pasitos cortos, las manos de la una aferradas a las de la otra, con fuerza y echado el cuerpo para atrás en un ángulo bastante peligroso, confiando en el justo equilibrio de equipo y, una vez alcanzado el balanceo exacto de los pesos de los cuerpos en juego, el girar comenzaba a hacerse más y más veloz, más y más veloz, cada vez más.... hasta que el grito de una de las giradoras avisaba que no aguantaba y, como se pudiera, nos íbamos frenando. Lograr parar sin caer era de expertas (yo siempre lo lograba) y en la parada, comenzaba el vértigo.
Entre risas histéricas y luchando para que el aire lograra llegar a los pulmones, disfrutábamos de esa sensación asquerosa de que el mundo nos daba vueltas y el piso seguía girando en la planta de nuestros pies aunque nosotras no nos estábamos moviendo.
Allí no se podía abrir los ojos. Corrías el riesgo de mirar las cosas dar vuelta y caerte redonda al suelo.
Yo siempre quedaba parada, medio ahogada por tanto esfuerzo y con los ojos bien abiertos, mirando el mundo pasar rápidamente, tanto que el estómago se me apretaba hasta el dolor, pero disfrutaba ese vértigo provocado y, mucho más que eso, de la cara de respeto increíble de las niñas que me rodeaban y no eran capaces de hacer ni lo mínimo que yo sí podía.
Es por eso que sólo lo hacíamos con una amiga de verdad; de hacerlo con una "enemiga" se corría el riesgo de terminar escrachada haciendo surf por el pedregullo de la plaza o por el hormigón de alguna calle.
Y de "retar" a alguna enemiga, había que tener demasiada seguridad de que una iba a tener más poder sobre la otra para hacerla "morder el hormigón" (cosa que te confieso supe hacer muchas veces; más que por poder físico, por poder de haber aprendido, mediante la práctica, cuándo, exactamente, dejar que confiaran, entregaran el cuerpo en el giro preciso y luego soltar las manos en un envión calculado y hacer volar, literalmente, a la contrincante por los aires hasta aterrizar en el duro y pelador de rodillas piso del vértigo).
"Fideofinofideogrueso" se llamaba el jueguito. Y tenía una vuelta por el pescuezo; justo ahí volaban....
Nadie desconocido jugaba conmigo. Yo era imbatible. Sólo lo practicaba con mis amigas, que confiaban hasta el descaro en mí y sabían que yo sería capaz de sostenerlas aunque eso me llevara a una caída fea y dolorosa. Jamás solté a una amiga. Prefería tirarme en el calculado momento para que cayésemos las dos sin mayores desarreglos, ni de piernas rasguñadas ni de polleras manchadas.

Pero he dejado ya de ser niña. Y por haber dejado, el vértigo acude cuando se le antoja y no cuando yo quiero que venga porque me pongo a jugar. Entonces, al haber perdido ese poder del querer por haber crecido, y por haber crecido, ya no puedo acomodar la carga; porque es mucha y porque no me gusta que llegue cuando, de pronto, estoy acuclillada armando los paquetitos que debo de sostener y el vértigo me hace rodar y en esa rueda-rueda se me entreveran los tantos que con tanto trabajo armo y rearmo cada tanto.
Como si estuviese yo construyendo un castillo de naipes que se hace añicos tan sólo con una mirada de un atento y desaprensivo mirador envidioso.

No sé quien sos. No sé que querrás exactamente; o que diablos estás buscando. No sé que te impulsa. No sé que te inspira ni qué es lo que te empuja. No lo sé.

Quiero saber, solamente, si serás capaz de entregarte a mis manos y sostenerme, en el justo equilibrio, cuando nos demos una vuelta por el pescuezo.