domingo, 31 de agosto de 2008

Agosto

Como tantas incontables veces te pregunté, ¿llevás la llave?, mientras iban incontablemente pisando la bajadita de casa hacia la reja y subir al auto.
Como tantas incontables veces esperé a que arrancaras, recibiendo los olores de una nochecita de fin de semana, y nuestras manos se tocaron en ese gesto de despedida cortita, hasta dentro de un ratito nada más.
Saliste con nuestra niña y su niñito, como tantas incontables veces, a hacer un mandado aquí cerquita.
Las tantas incontables veces que contienen esos gestos que van armando nuestras vidas, que la contienen amablemente en ese refugio que nos protege de los vendavales de las circunstancias; abrir la puerta, saber dónde está saltada la piedra laja para no pisarla, ¡cuidado que no se escape el perro!, deslizar la mirada de memoria por ese paisaje de calle y ciudad que es solamente nuestro. Amorosas rutinas que han ido formando una trama fuerte, que nos soporta humanos y así de frágiles.

Esta vez cerré la puerta y nada de esos haceres que brotan sin pensar pudo salir de mí. Casi no puedo creer que dentro de unas horas te vas del país.
Nuestra niña ha andado el día arrinconadita, de espaldas, cabeza baja como buscando algo perdido para no dejar ver esas lágrimas tercas que se le salen a medida que se acerca la hora. Nuestra niña grande que, a pesar de ser mamá, parece que se le esfumara el sueño de sentirse niña cada vez que viene a casa. Casa.
No quiero, en este preciso instante, ponerme a pensar en todo lo positivo, en que todo será para mejor, ¡lo vengo haciendo desde hace meses! Dejame ahora, por lo menos mientras escribo, gritar, llorar a mares, decir que no quiero perder lo que construimos, que estoy harta de despedidas, aullar que las ausencias duelen, que es mentira que es lo mismo cuando se pierde la cotidianeidad.
Dejame, por favor, decirte que tiemblo de dudas.
Estos 53 años son un montón... y tiemblo por vos, porque no sé si yo voy a poder colgarle a nuestra niña una despedida más y empezar a enseñarle a nuestro niñito de ella cómo se dice adiós

martes, 15 de abril de 2008

Pelea

Verano se peleó con Otoño.

Otoño andaba medio remolón y Verano seguía con ganas de estirarse para marchar, casi, sin que se notara.
Otoño iba a entrar suavecito, coloreando y desparramando como azúcar morena sus frescos atardeceres maravillosos, esos que sueltan las cosquillas por el tiempo cambiante, con ganas de arrebujarse en un saco de lana y un par de medias que están guardadas en algún estante.
Otoño sabe que es uno de los momentos de cambio más lindo aquí bajo este cielo, y siempre se arregla bien con Verano, que se retira ya un poco cansado de tanto trabajo que le da llegar, conquistando al sol cada día hasta el mismo cenit, porque aquí trabaja con ganas para verse reflejado en las aguas que siempre lo devuelven, esplendente, en su sureño ser.
Pero esta vez, Verano venía un tanto envenenado y, como siguió dándole a sus entreverados pensamientos y peores sentimientos, terminaron en una terrible discusión.
¿Cuál fue la razón? Primavera, obviamente.

Es que ella no conoce a Otoño, y se maneja muy bien entre Invierno y Verano. Permanece cálidamente protegida entre las caricias y los sabios consejos de un veterano Invierno, que la adormece en ensoñaciones fantásticas, hasta que llega su momento de andar; entonces, ya Invierno rendido y feliz de su labor con la fémina, sale ella envuelta en su esplendor y, aprontándose para las tareas más bonitas, se apronta también para dejar entrar al impetuoso doncel que llegará a tomarla como la maravillosa hembra que es y la penetrará hasta hacerla suya en un Verano exultante de gozo y asombros.
Pero resulta que, a veces, a Primavera le viene nostalgia por no conocer a Otoño, y le encantaría saber cosas sobre él: que si son de la misma edad; que si la piensa; que si Verano le ha contado sobre ella; que si le gustaría conocerla; que si no está cansado de compartir siempre todo con Verano e Invierno; que si está enamorado de alguno de ellos; que si está enamorado de los dos; que si Invierno lo dejaría extenderse tratando de no ser tan Invierno, y dejarlo alcanzarla aunque sea con la puntita de sus dedos alguna vez para poder tocarse ...
Y así, entre tanto pensar, se le ocurrió desgranar preguntas a Invierno que éste le fue respondiendo casi sin darse cuenta, porque entre su tarea de dormir las cosas y preparar a Primavera para enseñarle a ser cada vez más hermosa gozando de ella en su obra, se le agitan los pensares y va contestando como no prestando mucha atención a las preguntas de Primavera. El sabe, por viejo, que nada jamás cambiará, y deja a la joven Primavera que sueñe con imposibles, porque además eso le pone un color tan indescriptible en sus mejillas y un brillo tan majestuoso en sus pupilas, que él sabe, entonces, que será ese año más anhelada aún de lo que fue el año anterior.
Por eso Primavera es así, porque entregándose descarnadamente, ferozmente, a un joven y temperamental Verano, allá atrás está pensando en ese misterioso Otoño que jamás ha conocido ni conocerá, pero que imagina permanentemente en sus sueños de despertares, de mariposas y golondrinas, de jazmines y picaflores, de aguas mansas y torrentosas cascadas de peces nadando contra la corriente.
Pero resulta que esta vez, a Primavera se le ocurrió hablarle a Verano de Otoño ... y allí se complicó todo.
Primero Verano le respondió sin darle mucha importancia a las preguntas de Primavera, pero luego, cuando éstas comenzaron a hacerse más frecuentes, Verano, en su calidad de hombre amante comenzó a molestarse, sin lograr entender nada de lo que Invierno sí entiende de la joven Primavera y sus sueños.
Comenzó a ponerse celoso.
Una noche de Diciembre, cuando Primavera dormía dejando que el calor de Verano meciera sus sueños y los de la Tierra, éste pensaba y pensaba y casi enloquece imaginando a su Otoño rozar con sus pupilas de miel las pupilas aguamarinas de Primavera. Tan celoso se puso que decidió enfrentar a Otoño y prohibirle pensar siquiera en la doncella.
Fue así que, ida la fémina a reposar para su futuro despertar, Verano retozó y pensó, y allá cuando fue a despertar a Otoño, empezaron las recriminaciones y los ataques. Pero el pobre Otoño no entendía nada de nada, porque él, al contrario de Primavera, jamás había pensado en nada que no fuese lo que es y nunca había atisbado la más mínima diferencia en las cosas que ya son de una manera y es la manera en que él es tremendamente feliz y no pretende cambiarla.
Verano y Otoño siguen discutiendo.
Otoño, que está muy dolido, ha comenzado a llorar, y Verano, que está retrasando su ida, con el retumbar del fresco otoñal y esas lágrimas, convierten esto en una humedad desagradable y el solcito de Otoño casi ni fuerzas tiene para dar calor a una tierra que debe de guardarlo para cuando llegue el Invierno.
Toda esta pelea que tienen estos muchachos por la muchacha que nos ha sabido regalar una primavera magnífica, hace que este tiempo en ocres no sea de esos casi perfectos que nos ayuda a encarar la llegada del veterano Invierno.

Estas cosas siempre se arreglan sin la intervención de nadie, así que será cuestión de aguantar y el día en que despertemos y veamos un bellísimo tiempo otoñal brillar de miel y canela en la ventana, será entonces que Verano y Otoño se han arreglado y todo retornó a la normalidad.

sábado, 1 de marzo de 2008

Fideofinofideogrueso

Ya me cansé.
Hemos dado demasiadas vueltas en redondo y comienzo a sentirme mareada, casi al borde del vértigo, lo que implica una sensación no demasiado agradable hoy.

Cuando yo era una niña -bastante "varonera” al decir escandalizado de mi madre que me metía en primorosos vestiditos de tul cimbreando una varita de mimbre que lograba mi quietud absoluta como por encanto- jugaba a sentir el vértigo.
Era verdaderamente emocionante.
Nos poníamos de acuerdo entre dos niñas y, secándonos las palmas de las manos que ya comenzaban a sudar frente al cosquilleo de lo que íbamos a provocarnos, nos parábamos una frente a la otra.
Nuestros ojitos desparramaban una alegría loca, soltábamos pequeñas risas entrecortadas y afirmábamos los pies con toda el alma contra el piso, con las piernas abiertas en el adecuado ángulo que sería capaz de sostenernos.
Así nos mirábamos a los ojos, profundamente corto, haciendo implícita la confianza ciega entre ambas.
Cruzábamos los brazos delante de nuestro cuerpo y nuestras manos se agarraban, entregándonos, en el momento en que nuestros dedos se entrelazaban, a la capacidad de la otra para poder sostenernos y a la propia para poder sostener.
Allí comenzaba, entonces, el giro; lento, de pasitos cortos, las manos de la una aferradas a las de la otra, con fuerza y echado el cuerpo para atrás en un ángulo bastante peligroso, confiando en el justo equilibrio de equipo y, una vez alcanzado el balanceo exacto de los pesos de los cuerpos en juego, el girar comenzaba a hacerse más y más veloz, más y más veloz, cada vez más.... hasta que el grito de una de las giradoras avisaba que no aguantaba y, como se pudiera, nos íbamos frenando. Lograr parar sin caer era de expertas (yo siempre lo lograba) y en la parada, comenzaba el vértigo.
Entre risas histéricas y luchando para que el aire lograra llegar a los pulmones, disfrutábamos de esa sensación asquerosa de que el mundo nos daba vueltas y el piso seguía girando en la planta de nuestros pies aunque nosotras no nos estábamos moviendo.
Allí no se podía abrir los ojos. Corrías el riesgo de mirar las cosas dar vuelta y caerte redonda al suelo.
Yo siempre quedaba parada, medio ahogada por tanto esfuerzo y con los ojos bien abiertos, mirando el mundo pasar rápidamente, tanto que el estómago se me apretaba hasta el dolor, pero disfrutaba ese vértigo provocado y, mucho más que eso, de la cara de respeto increíble de las niñas que me rodeaban y no eran capaces de hacer ni lo mínimo que yo sí podía.
Es por eso que sólo lo hacíamos con una amiga de verdad; de hacerlo con una "enemiga" se corría el riesgo de terminar escrachada haciendo surf por el pedregullo de la plaza o por el hormigón de alguna calle.
Y de "retar" a alguna enemiga, había que tener demasiada seguridad de que una iba a tener más poder sobre la otra para hacerla "morder el hormigón" (cosa que te confieso supe hacer muchas veces; más que por poder físico, por poder de haber aprendido, mediante la práctica, cuándo, exactamente, dejar que confiaran, entregaran el cuerpo en el giro preciso y luego soltar las manos en un envión calculado y hacer volar, literalmente, a la contrincante por los aires hasta aterrizar en el duro y pelador de rodillas piso del vértigo).
"Fideofinofideogrueso" se llamaba el jueguito. Y tenía una vuelta por el pescuezo; justo ahí volaban....
Nadie desconocido jugaba conmigo. Yo era imbatible. Sólo lo practicaba con mis amigas, que confiaban hasta el descaro en mí y sabían que yo sería capaz de sostenerlas aunque eso me llevara a una caída fea y dolorosa. Jamás solté a una amiga. Prefería tirarme en el calculado momento para que cayésemos las dos sin mayores desarreglos, ni de piernas rasguñadas ni de polleras manchadas.

Pero he dejado ya de ser niña. Y por haber dejado, el vértigo acude cuando se le antoja y no cuando yo quiero que venga porque me pongo a jugar. Entonces, al haber perdido ese poder del querer por haber crecido, y por haber crecido, ya no puedo acomodar la carga; porque es mucha y porque no me gusta que llegue cuando, de pronto, estoy acuclillada armando los paquetitos que debo de sostener y el vértigo me hace rodar y en esa rueda-rueda se me entreveran los tantos que con tanto trabajo armo y rearmo cada tanto.
Como si estuviese yo construyendo un castillo de naipes que se hace añicos tan sólo con una mirada de un atento y desaprensivo mirador envidioso.

No sé quien sos. No sé que querrás exactamente; o que diablos estás buscando. No sé que te impulsa. No sé que te inspira ni qué es lo que te empuja. No lo sé.

Quiero saber, solamente, si serás capaz de entregarte a mis manos y sostenerme, en el justo equilibrio, cuando nos demos una vuelta por el pescuezo.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Listo

La grasera se tapó y se le dio por desbordar su pútrido contenido justo cuando Amelia estaba lavando las mamaderas de Rodrigo. Eran cuatro, que deberían quedar prontas, para alimentarlo a lo largo del día que venía preñado de tareas y promesas.

El niño ya estaba listo para ir a descubrir mundo en sus cuatro horas de guardería. Listo se escribe con cinco letras que, decididamente, no contienen todo lo que ello implica.

Listo resume, acopia, compendia, acomoda una tarea que lleva mucho tiempo y mucho más de entrega de amor y responsabilidad que, paradójicamente, no tiene tiempo mensurable.
Amelia tenía la cabeza a millón con los mismos problemas de dos, esos que comparten con Manuel en su proyecto de vida y familia, pero con la diferencia, menuda diferencia, de que Manuel se desentiende del cotidiano de Rodrigo y encara el camino anteponiendo su propio proyecto, que dizque, ayudará al amoroso proyecto común.

Listo porque Amelia, despegándose un sueño terco de las pestañas que se empecina en cerrarle los ojos al no haber tenido tiempo de concretarlo -porque Rodrigo está pasando la etapa de los terrores nocturnos y hubo de acunarlo y contenerlo, batallando contra lo terrible y ganando a fuerza de amor e instinto de hembra- lo despertó con la diaria melodía que los vuelve cómplices cada mañana: “buenos días su señoría, mantantirulirulá”

Listo porque Amelia le siguió hablando y contándole de lo hermoso que iba a ser el día, alentándolo, mientras le daba su mamadera tibia.

Listo porque Amelia, en plena etapa de enseñanza para el abandono de los pañales, lo llevó al baño, haciendo grandes alharacas y palmeando, contentísima, al ver que Rodrigo había aguantado su noche y desahogaba sus ganas contenidas, reflejando un paso más en su maduración. Y lo premió con risas y sonrisas, y le dijo que era un niño hermoso y le dijo que sus papás estaban muy orgullosos de él, y le dijo que papá se iba a poner más contento que mamá cuando se lo contaran, y le dijo que en la noche le contarían a papá esa verdadera hazaña de Rodrigo.

Listo porque Amelia, mientras hacía las camas para los tres, ordenaba el desorden de los tres, lavaba la cocina de los tres, lavaba la ropa necesaria de los tres, planchaba lo urgente de los tres, planeaba la comida para los tres, iba interactuando con Rodrigo sin quitarle su atención ni un instante; esos instantes tan peligrosos para los niños, que pasan por el canto de una mesa o un enchufe.

Listo porque Amelia salió a hacer las compras necesarias llevando a Rodrigo y le contaba que salían en una mágica expedición de avituallamiento, mientras saludaba vecinos e iba enseñándole a Rodrigo qué se puede tocar y qué no, que está bien y qué está mal, en un rosario permanente de aprobaciones y desaprobaciones.

Listo porque Amelia había hecho el almuerzo adecuado para Rodrigo y, al alimentarlo, su hijo presumido pintor de vanguardia, había plasmado una naturaleza por el piso, la silla, la ropa y algún juguete; muestrario de zapallo, papa, espinaca y dentados pedacitos de carne.

Listo porque Amelia lavó minuciosamente a Rodrigo mientras éste tiraba el frasco de shampoo, que le había llamado la atención por su colorido y que Manuel había dejado, displicentemente, a la mano del niño. Entonces, pegadito al elogio del buen comer, hubo de largar el rezongo, la explicación, el “no” tan temido, el “eso no se hace” y, frente al incipiente berrinche del niño, sacarlo y distraerlo en la tarea de vestirlo.

Listo porque Amelia tuvo que resolver qué ropa ponerle, puteando mentalmente porque no había podido lavar el conjunto que, para ese día, hubiera resultado ideal, pero con el escaso tiempo del que disponía y la empecinada humedad del otro tiempo, estaba durmiendo en el canasto de la ropa sucia.

Listo porque Amelia, mientras lo sentaba en el centro de la cama grande con algunos juguetes preferidos, le hacía carantoñas, imitaba osos, pájaros y creaba canciones con Rodrigo de protagonista, se vestía ella. Gran y amorosa payasa que intentaba encontrar la manera de hacer algo para sí misma mientras capturaba, a las risas, la atención de su hijo. Y repasaba mentalmente las respuestas que debería dar en el examen que justo ese día tenía; examen de una corta especialidad que cursaba para no postergarse y poder salir al mercado laboral con las herramientas adecuadas.

Listo porque Amelia se había preocupado y ocupado de armar el bolso para dejar en la guardería, atenta y atentísima para no olvidar nada que Rodrigo pudiese necesitar en esas culposas horas sin mamá.

Así de listo estaba Rodrigo cuando a la grasera se le dio por desbordarse.
Amelia sintió ganas de llorar.
El litro de leche, hervido las sacrosantas tres veces, esperaba en el hervidor para ser trasegado a las mamaderas. El trozo de limón esperaba para dar el equilibrio necesario con sus tres gotas en cada recipiente.
Era sencillo: o se quedaba a limpiar y perdía todo lo encaminado, incluido su examen, o lo dejaba y continuaba con lo previsto.

Llenó las mamaderas, colocó dos en la heladera y dos en el bolso, le gritó un “¡no!” rotundo a Rodrigo cuando intentaba entrar en la pequeña cocina y prefirió el llanto del niño a tener que dar explicaciones porque el tiempo se le perdía irremediablemente.

Con la cartera colgando de un hombro, con el bolso del otro, con una carpeta con sus papeles y libros, con el oso Pluf que su hijo jamás abandonaba y con Rodrigo, todo eso junto encima, esperó el bus y se apretujó con la maraña de gente que, siempre, desbordaba la línea del transporte colectivo.
Dejó al niño despuntando las respuestas que intentarían hacer volar esa culpabilidad por dejarlo.
Llegó a clase, rindió el examen y, corriendo sin tiempo de compartir un café con los compañeros en comentarios obligados, con ganas de abrazar a su cachorro, llegó a la puerta de la guardería. Allí cambió el disco mental de sus estudios, que le ocupaban los pensares, y se volvió mamá; sólo importaba Rodrigo y su día, su cómo había pasado, las pequeñas enormes noticias que la maestra le daba como referente de esas cuatro horas interactuando con el mundo.

Igual de cargada volvió a desandar el camino en un bus aún más repleto que el anterior y cobijador de todos los malos humores de aquellos que vuelven; cansados, deseosos de arribar, individuales. Pero ahora empeorado porque Rodrigo, cansado también de sus andanzas de futuro adulto, se le dormía y ella, sin conseguir asiento, parada, bamboleaba su fuerza protegiendo la entrega de su hijo.

Llegó a su hogar con los pies convertidos en un universo de vidrios molidos y rezó para que su niño no se despertara cuando lo colocó en la cama. Necesitaba una media hora para limpiar el desastre del agua podrida de la grasera que había invadido la cocina.
El olor era insoportable.
Se sacó la ropa arrancándosela y acometió la tarea de limpieza.
Lo logró.

Y otra vez lo mismo. Tarea de limpieza. Tres palabras. Si agregamos ‘de la grasera’, nos quedan seis. Por aquello de que tal vez a más palabras más trabajo, pongamos “tarea de limpieza de la grasera, destapándola, y limpieza del piso de la cocina y los bordes de la pared donde el agua inmunda había retozado”

Siguió cuidando de Rodrigo que se despertó reclamando atención, comida y mimos. Cocinó la cena. Dispuso la mesa.

Cuando llegó Manuel ya todo estaba pronto para ser disfrutado.
La televisión prendida.
El hijo comido, bañado y dormido.
Su mujer sirviéndole la cena, de la cocina al comedor y del comedor a la cocina.
El diálogo se dio escuchando Amalia las novedades de Manuel y todos los vericuetos de su trabajo y su profesión.
Terminada la comida, Manuel se fue al dormitorio y Amalia recogió las cosas de la mesa, organizó la cocina para lavarla al otro día, pasó por la cama de su hijo bendiciendo su sueño y rogando por una noche sin pesadillas y fue tras su esposo.

En el dormitorio, una percha con la camisa de Manuel, impecablemente planchada, con su correspondiente corbata, adornaba la puerta del placard a la espera de la mañana siguiente.
Una cama bonachona y cálida, perfecta en sus estiradas sábanas, esperaba el conjuro mágico del amor.
Amalia se tiró con ganas sobre ella, sintiendo un cansancio casi doloroso pero decididamente feliz de poseer la maravilla de una familia y tanto amor.
Se le escapó un suspiro y, mirando a Manuel quiso ella, ahora, contarle de su día.
Estoy cansada, dijo, pero contenta.
El asombro se dibujó en los ojos del esposo. La miró y, sinceramente, le respondió: ¿pero cansada de qué? Si no tenés nada para hacer, si vos no trabajás, si yo te lo doy todo y me ocupo de todo lo que necesitás. ¡Yo sí que estoy cansado!

Y Amalia le creyó.

lunes, 18 de febrero de 2008

Las primeras sangres

A veces, los resabios y las actitudes machistas me crispan tanto que no puedo esconder un enojo grandote, una rabia sucia que tengo clavada y que sé, no podré diluirla jamás. Ya le he limado, claro, he intentado pulirle las aristas dañosas pero, por clavada, cada vez que se me escurre me hace estremecer por esa no posibilidad de volver a aquellos días y gritar, exigir, hacer respetar mis derechos de persona.
Yo ya sabía que, en algún momento, iba a comenzar a menstruar. Tanto por la tímida explicación de mi madre (que peleaba contra una educación recibida a principios del siglo pasado, pero francamente del siglo XIX) como por la acción educativa de mis dos hermanos, estudiantes de medicina y de 20 y 24 años respectivamente.
Cuando apareció la menarca, ella me sentó en el borde de la cama y me largó una extenuante charla sobre la higiene, y la higiene y la higiene y la higiene; había que lavarla, lavarla, lavarla, lavarla.
(Hoy, ya menopáusica, mi ginecólogo me dice, no te laves tanto, no te laves tanto, no te laves tanto que brilla más que mi espéculo!!)
Luego se levantó, abrió el ropero, se metió en sus entrañas y extrajo un prolijo montoncito de telas y, cosa rara, también su costurero.
Me explicó: esta tela que parece una toallita chiquita es la que tiene que quedar hacia arriba, en contacto con la piel; vos la doblás al medio a lo largo, así, y le vas colocando, como si fuese un sándwich, las otras telas lisas (que eran restos de sábanas viejas y que absorbían menos que papel satinado), tantas como te parezca que vas a necesitar; después, con aguja e hilo, le cosés el lado que tiene abierto para que no se muevan, así, y después agarrás estos dos alfileres de gancho y prendés las puntas a la bombacha, uno adelante y el otro atrás.
Me observó mientras yo cosía primorosamente el sándwich, me fue guiando para que no le diera puntadas demasiado apretadas y, cuando estuvo terminado el armatoste, me entregó los alfileres y me mandó al baño.
Como pude, armé todo dentro de mis calzones (luego de lavarme mucho, mucho, mucho) y salí del baño caminando como si estuviese montando un pony.
Pero no me importaba, ¡yo ya era mujer y esas eran los sufrimientos y abnegaciones que justificaban la existencia de la mujer sobre la faz de la tierra! Pero allí no terminaba la cosa.
Antes de que pudiese alejarme, me llamó y nos metimos en el baño. De atrás del inodoro sacó una enorme pelela blanca (encima tenía que ser blanca y me cago en los colores) y pasó a darme la siguiente lección: vas a tener que lavar todo lo que ahora te pusiste, pero la sangre no es nada fácil de sacar, así que tenés que dejar las cosas en remojo; cuando veas que ya es necesario cambiarte, vas y preparás otra muda de tela, bien prolija, después venís al baño, te cambiás y separás todas las telas y las vas enjuagando una por una; después que las enjuagues, las lavás bastante con el jabón de lavar y las volvés a enjuagar; y después, recién ahí, preparás, dentro de la pelela, agua con jabón en polvo y dejás los trapos para que queden bien limpios; después escondés todo bien escondido ¡qué no lo vayan a ver ni tu padre ni tus hermanos! y te fijás que no quede ni un rastro de lo que estuviste haciendo; después, cuando veas que nadie precise el baño, antes preguntás para saber que tenés tiempo, sacás todo del remojo y lo lavás bien, bien lavado y, recién de noche, cuando nadie te vea, lo tendés en la cuerda para que se seque, pero tenés que levantarte temprano para destenderlo para que ni tu padre ni tus hermanos vayan a ver esta asquerosidad.
Y así lo hice, abnegadamente. Cuando mis dedos se pegoteaban, luchando por romper el hilo y hacía piruetas para no mancharme ni manchar nada, vencía un primigenio asco repitiéndome que sólo una mujer era capaz de tanto sacrificio; como me había enseñado mi mamá.
Así pasaron dos o tres lunas, hasta que comenzaron las clases y, para mí, ¡de liceo! Más contenta no podía estar.
Un día de esos, de intercambios adolescentes, entre complicidades y solapadas competencias, esgrimí mi recién estrenada condición menstruante y ya se armó el grupito de las "mayores" frente a las disminuidas compañeras que aún seguían siendo "niñas".
Habla que te habla, una de mis amigas "mujeres" hizo un comentario escondido sobre la compra de los absorbex ... ¡y yo me quedé muda! ¿¿Absorbex?? Con el mayor de los disimulos, ostentando un cancherismo de vieja menstruadora, logré arribar al conocimiento de tales adminículos. Alguien me preguntó quién me los compraba y yo, con una vergüenza que me quemaba los cachetes, respondí que mi mamá. De sólo imaginar lo que podría provocar en mis amigas contar cómo absorbía yo mi derecho de mujer, me hizo doler el estómago.
Comencé a volar hacia mi casa mientras imaginaba lo precioso que sería poder usar esos maravillosos absorbex sin tener que andar pringándome los dedos y las manos, y colgando a escondidas y descolgando para que no vieran.
Llegué y me desenvolví en palabras y cuentos con mi madre, pensando, creyendo, jurando, convencida que, por alguna trampa extraña del destino, mi mamá desconocía la existencia de tal prodigio de la tecnología y, al saberlo, correría a la farmacia para proveerme (y proveerse) de algo que nos haría mucho más libres.
Grande fue mi sorpresa frente a la reacción de la mujer que me parió. Y grande sigue siendo, aún hoy, cuando pienso cómo pude aceptar, sin chistar, el oprobio de tener que seguir lavando trapos ensangrentados, para poder volver a usarlos, durante años, en una época en que eso ya se había terminado mucho tiempo atrás.
Ella me dijo: son caros; acá se precisa toda la plata para que tus hermanos estudien, lo menos que podés hacer vos para ayudarlos y ayudarme es lavar dos trapos una vez por mes.

domingo, 17 de febrero de 2008

Ayer

Te entiendo.
Te juro que te entiendo.

Ya todos los poetas de todos los ayeres han intentado cincelar las palabras que esbocen, apenas, el críptico arcano del enamoramiento.

Yo sé cómo te sentiste. ¡Cómo no voy a saberlo!
Se te encendió la piel y se te anudaron cosquillas juguetonas en el cuello que te hacían volverlo a cada instante, buscándola, con la risa desbordándote los ojos. Cuando la veías sin que ella te mirara, le dejabas caer tu mirada, asombrado, por todo su cuerpo y tu mente estallaba en incontenibles deliciosas emociones vibrando hasta la misma punta de tus pies. Cuando se veían, cuando tus pupilas se encastraban con las de ella, sentías un fluir entre ambos que se te volvía casi tangible; la maravillosa primigenia comunicación donde las palabras sobran, porque hablan, a su modo, espíritu, materia y las ganas de dejarse caer rendidos en el tálamo de todos los placeres.

Las manos se te volvieron urgentes. De tanto ansiar recorrerla a ella, en ese descubrimiento moroso de a centímetros, y no poder, se te ponían a hacer cosas sin que te dieras cuenta y, entonces, tomabas café, y sostenías papeles que no necesitabas, y acomodabas cosas, y te sacabas la corbata y te la volvías a poner.

Y las campanas doblaron a gloria cuando te diste cuenta que a ella le sucedía lo mismo.
¿Y por qué dejar pasar eso tan humano, tan perfecto, tan inasible en la rígida racionalidad con que lidiamos a medida que la vida avanza?

Diste paso a tu alma y se fundieron, al fin, en la acabada maestría de compartirse. Todo cumplió con lo imaginado y más.
Te sentiste renaciendo en su entrega, en cada uno de sus gestos, en su risa, en sus olores, boca a boca traspasándose el aire vital.
Te encontraste ejerciendo el hoy con más ganas que nunca, estallándolo como a vos mismo en cada orgasmo, tejiendo la trama del mañana con asombros, picardías, secretos, risas, y la boca ardiendo de tantos besos.

Pero, te olvidaste que todos, también, tenemos un pasado.
Un pasado al que no se vuelve.
Seguí dedicándote al hoy con los mañana que él traiga y, cuando quieras, comenzá con uno nuevo, como comienza cada día generando ayeres absolutos. De eso se trata el enamoramiento. Sólo sentir hoy y mañana y, cada tanto, convertir el mañana en hoy, recomenzando.
Yo estoy en ese pasado. Allí me dejaste vos.
Yo creo en el amor.
Yo soy ayer por hoy para mañana.