lunes, 18 de febrero de 2008

Las primeras sangres

A veces, los resabios y las actitudes machistas me crispan tanto que no puedo esconder un enojo grandote, una rabia sucia que tengo clavada y que sé, no podré diluirla jamás. Ya le he limado, claro, he intentado pulirle las aristas dañosas pero, por clavada, cada vez que se me escurre me hace estremecer por esa no posibilidad de volver a aquellos días y gritar, exigir, hacer respetar mis derechos de persona.
Yo ya sabía que, en algún momento, iba a comenzar a menstruar. Tanto por la tímida explicación de mi madre (que peleaba contra una educación recibida a principios del siglo pasado, pero francamente del siglo XIX) como por la acción educativa de mis dos hermanos, estudiantes de medicina y de 20 y 24 años respectivamente.
Cuando apareció la menarca, ella me sentó en el borde de la cama y me largó una extenuante charla sobre la higiene, y la higiene y la higiene y la higiene; había que lavarla, lavarla, lavarla, lavarla.
(Hoy, ya menopáusica, mi ginecólogo me dice, no te laves tanto, no te laves tanto, no te laves tanto que brilla más que mi espéculo!!)
Luego se levantó, abrió el ropero, se metió en sus entrañas y extrajo un prolijo montoncito de telas y, cosa rara, también su costurero.
Me explicó: esta tela que parece una toallita chiquita es la que tiene que quedar hacia arriba, en contacto con la piel; vos la doblás al medio a lo largo, así, y le vas colocando, como si fuese un sándwich, las otras telas lisas (que eran restos de sábanas viejas y que absorbían menos que papel satinado), tantas como te parezca que vas a necesitar; después, con aguja e hilo, le cosés el lado que tiene abierto para que no se muevan, así, y después agarrás estos dos alfileres de gancho y prendés las puntas a la bombacha, uno adelante y el otro atrás.
Me observó mientras yo cosía primorosamente el sándwich, me fue guiando para que no le diera puntadas demasiado apretadas y, cuando estuvo terminado el armatoste, me entregó los alfileres y me mandó al baño.
Como pude, armé todo dentro de mis calzones (luego de lavarme mucho, mucho, mucho) y salí del baño caminando como si estuviese montando un pony.
Pero no me importaba, ¡yo ya era mujer y esas eran los sufrimientos y abnegaciones que justificaban la existencia de la mujer sobre la faz de la tierra! Pero allí no terminaba la cosa.
Antes de que pudiese alejarme, me llamó y nos metimos en el baño. De atrás del inodoro sacó una enorme pelela blanca (encima tenía que ser blanca y me cago en los colores) y pasó a darme la siguiente lección: vas a tener que lavar todo lo que ahora te pusiste, pero la sangre no es nada fácil de sacar, así que tenés que dejar las cosas en remojo; cuando veas que ya es necesario cambiarte, vas y preparás otra muda de tela, bien prolija, después venís al baño, te cambiás y separás todas las telas y las vas enjuagando una por una; después que las enjuagues, las lavás bastante con el jabón de lavar y las volvés a enjuagar; y después, recién ahí, preparás, dentro de la pelela, agua con jabón en polvo y dejás los trapos para que queden bien limpios; después escondés todo bien escondido ¡qué no lo vayan a ver ni tu padre ni tus hermanos! y te fijás que no quede ni un rastro de lo que estuviste haciendo; después, cuando veas que nadie precise el baño, antes preguntás para saber que tenés tiempo, sacás todo del remojo y lo lavás bien, bien lavado y, recién de noche, cuando nadie te vea, lo tendés en la cuerda para que se seque, pero tenés que levantarte temprano para destenderlo para que ni tu padre ni tus hermanos vayan a ver esta asquerosidad.
Y así lo hice, abnegadamente. Cuando mis dedos se pegoteaban, luchando por romper el hilo y hacía piruetas para no mancharme ni manchar nada, vencía un primigenio asco repitiéndome que sólo una mujer era capaz de tanto sacrificio; como me había enseñado mi mamá.
Así pasaron dos o tres lunas, hasta que comenzaron las clases y, para mí, ¡de liceo! Más contenta no podía estar.
Un día de esos, de intercambios adolescentes, entre complicidades y solapadas competencias, esgrimí mi recién estrenada condición menstruante y ya se armó el grupito de las "mayores" frente a las disminuidas compañeras que aún seguían siendo "niñas".
Habla que te habla, una de mis amigas "mujeres" hizo un comentario escondido sobre la compra de los absorbex ... ¡y yo me quedé muda! ¿¿Absorbex?? Con el mayor de los disimulos, ostentando un cancherismo de vieja menstruadora, logré arribar al conocimiento de tales adminículos. Alguien me preguntó quién me los compraba y yo, con una vergüenza que me quemaba los cachetes, respondí que mi mamá. De sólo imaginar lo que podría provocar en mis amigas contar cómo absorbía yo mi derecho de mujer, me hizo doler el estómago.
Comencé a volar hacia mi casa mientras imaginaba lo precioso que sería poder usar esos maravillosos absorbex sin tener que andar pringándome los dedos y las manos, y colgando a escondidas y descolgando para que no vieran.
Llegué y me desenvolví en palabras y cuentos con mi madre, pensando, creyendo, jurando, convencida que, por alguna trampa extraña del destino, mi mamá desconocía la existencia de tal prodigio de la tecnología y, al saberlo, correría a la farmacia para proveerme (y proveerse) de algo que nos haría mucho más libres.
Grande fue mi sorpresa frente a la reacción de la mujer que me parió. Y grande sigue siendo, aún hoy, cuando pienso cómo pude aceptar, sin chistar, el oprobio de tener que seguir lavando trapos ensangrentados, para poder volver a usarlos, durante años, en una época en que eso ya se había terminado mucho tiempo atrás.
Ella me dijo: son caros; acá se precisa toda la plata para que tus hermanos estudien, lo menos que podés hacer vos para ayudarlos y ayudarme es lavar dos trapos una vez por mes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué fuerte! ¡Qué real! En mi caso debí esconder los trapos de mi abuelo, porque ese año, "el año de la rata" de mi vida, debí irme a vivir con ellos, después de que mi familia se fragmentara como un vaso de vidrio caido desde una mesa. Fue un año terrible, pero lo bueno, ahora que pienso, es que la pelela era celeste y no blanca. ¡Qué simbólico!

Cecilia dijo...

Que bueno volver a leerte.
Besos
ce