domingo, 4 de noviembre de 2007

Timoteo



El siempre fue distinto de todos los demás.
Pero no con esa distintez por pelo, color o tamaño, no; es por algo que lleva dentro.
No sé si será esa forma de mirar, esa de venir y acercarse a la casa anunciándole al barrio entero que está arribando a SU territorio como un verdadero campeón de la vida.

Es una historia larga y bastante extraña para un simple gato de medio pelo.
Cuando preñaron a su madre, una gatita nuevecita y callejera, ya natura venía entreverada.
Aunque el pánico de ese montoncito de pelos amarillos era indescriptible -en ese jardín que presenta a mi casa y que marcaba mi perra setter- ella se animó a dejarse querer por una perra y, entre las dos, quizás por su condición de hembras, hubo un tácito acuerdo y ella se quedaba entre los orines delimitados por Jazmín que sabía, ningún perro se atrevería a cruzar.
Pero llegó el día en que el hambre pudo más y entonces, aunque no lo puedas creer, cuando Marcos entraba el auto por la rampa de acceso hacia el garaje, esa gatita se metía debajo de la camioneta en movimiento y andando junto con esa terrible cosa rugiente por encima de ella, se metía dentro de la casa y, al detenerse el auto en su rápida entrada, mientras alguien cerraba las puertas del garaje, la gatita ya se lanzaba en una carrera vertiginosa hacia el fondo, amparada y controlada por Jazmín.
Cuando la vi por primera vez entre los pastos de atrás, se andaba una de reconocimiento de su nuevo hogar y, ante mi espantada figura humana que no quería saber de más mascotas que Jazmín, era sacada hacia el frente bajo la mirada casi suplicante de la perra que yo, tonta humana, interpretaba como queriéndola echar de sus dominios.
Sacada era y entrada que se entraba cada noche en la subida rimbombante del auto que abría mágicamente las puertas del garaje.

Mucho me llevó darme cuenta de que la perra la estaba protegiendo; mucho me llevó darme cuenta de su manera de entrar a la casa, tratando de ganarse un pedacito de paz y alguna sobra de comida, arriesgando todo al avanzar entre las ruedas rodantes que, por unos centímetros, auguraban una muerte espantosa.
Pero cuando me di cuenta, fue tanto el respeto de mi asombro, que Filomena se ganó un lugar dentro de la familia.

Y así, en un parto terriblemente difícil, con intervención del hombre veterinario cuando ella pidió ayuda en medio de sus pujos porque natura le avisó que no podría parir, por pequeña y violada, después de una cruenta cesárea, se salvó un triste pedacito de piel, tan chiquito y tan olvidado de todo, que fue Micaela la que le dio el calor que le faltaba, a fuerza de caricias irreverentes en sus manitas de niña, y le dio el soplo de vida en la oración de sus palabras derretidas sobre ese cuerpecito de llanto y de miel.
Así nació Timoteo.

Volvieron a casa, Filomena con su panza cosida y entre los vapores de una anestesia, y Timoteo, tan feo y tan chiquito que ni siquiera el hombre veterinario daba una noche de vida por él.
"Si logra prenderse de la teta puede que se salve ... pero si no lo hace, es seguro que muera ... es tan chiquito que no hay forma de alimentarlo si no es con la teta de su madre", dijo el hombre.
Entonces quedamos, en esa fría noche de primavera reciente, acostadas en el piso, Filomena, Timoteo y yo.
Entre las palmas de mis manos respiraba ese montoncito de piel y cartílago, mientras una gata puro instinto trataba de levantar su cabeza para responder a todas las voces de la naturaleza. Pero estaba tan dopada que no le respondían ni las patas, entonces en el intento, caía derrumbada y atónita por no poder hacer lo que debía.
Yo cada tanto acercaba a Timoteo a la teta más prometedora de su madre, pero el chiquitito no tenía fuerzas para prenderse. Se gastaba todo en poder y tratar de respirar, para que un ahogo no se lo llevara, sin darse cuenta, hacia la muerte. Yo le daba calor con mis manos y con una bolsa de agua caliente, y acomodaba a Filomena de manera que no se lastimara la herida recién cosida.
Las horas pasaron y se fueron marcando con una angustia grande y una impotencia feroz; la naturaleza y la mano del hombre.
Fue a eso de las cinco de la mañana que, en un intento ya casi entregado, lo acerco a la teta hinchada de bendita leche tibia que esperaba ser sacada para dar vida, cuando lo veo fruncir sus labios, olisquear desesperadamente ese llamado materno y, en la ceguera de su mirada, buscar frenéticamente la teta de la madre. El sueño y el cansancio se me desvanecieron como por encanto, y hablándole a Filomena para que no lo fuese a rechazar, con miedo de que no supiese cumplir con su tarea de madre, fui ayudando a esa boquita ansiosa que era casi más pequeñita que la esmirriada tetilla de la gata. Pero todo junto se dio.
Timoteo pudo hacer el acto de la succión cuando logró aprehender la teta y Filomena se quedó quietita dejando que fluyera la leche, como sabiendo que comenzaba entonces a fluir la vida.

Sólo recuerdo que mientras él mamaba, yo largaba las aguas saladas de mis ojos brindando por la dulce bendición de una tarea que comenzaba.
Logró salvarse.
Comenzó a ser una pelotita peluda y amarilla igual a su mamá, una Filomena que comenzó a recuperarse y a olvidarse de esa cosida que le molestaba allá en su panza.

Vino una época de maravillosos descubrimientos a cada minuto. Ver florecer la vida a través de un animal, es redescubrir la vida en uno.

Filomena no hizo más que cumplir con ese instinto con el que había sido dotada; y lo hizo de maravillas.
Cada día, en el aprendizaje del pequeño a través de los juegos, nuestra casa se veía coronada por las risas y la alegría que madre e hijo nos deparaban.

Ya luego, comenzó a despertar el instinto del pequeño que, tan lejano del perro, lo obligaba a salir a descubrir ese mundo que aún no había sido 'marcado' por él. Y comenzó a salir a la calle, y comenzó a no volver alguna noche, y comenzó a tratar de hacernos entender que ya era un gato ...

Y uno trata de conservar esos pequeños milagros de alegría y, egoístamente, hombre al fin, se plantea castrar al gato para tratar de mantenerlo como un adorno viviente dentro de la casa.
La respuesta de Marcos fue contundente y sin lugar a dudas.
Timoteo no se castra.
Y no lo castramos.
Nos adaptamos nosotros a él y a su naturaleza, utilizando esa naturaleza nuestra de poder 'pensar' y aceptar su vida entera.
Vinieron días sin él, noches enteras en las que su comida esperaba y esperaba aún después de los impresionantes gritos nocturnos de: Tiiiiiiiiiimooooooooteoooooo!!!!

Y sabés que no sé qué fue, pero cada vez que él se acercaba a casa, luego de varios días sin venir, ya llegaba anunciando su arribo desde una cuadra antes, pegando unos maullidos que parecían querer imitar mi voz cuando lo llamaba en las noches de desaparecido.
El barrio, al principio, lo miraba extrañado, porque el muy guarro se aproximaba caminando por el medio de la calle, y con esos sonidos que desprendía, llamaba la atención de todos hasta que traspasaba la reja del jardín. Y si no salías a abrirle la puerta, se paraba -luego de algún lambetazo certero para acabar con alguna mosca o restañar la sangre que le corría en algún lugar de su cuerpo- y redoblaba sus gritos hasta que la puerta era abierta y él entraba al galope de sus patas flacas hacia su bandejita de comida. Y si la bandeja no estaba en su lugar porque había sido subida a los estantes del garaje para que no se la comiera Jazmín, se paraba en dos patas, mirando hacia arriba, gritando como enloquecido.

A veces, luego de comer vorazmente, entraba a dormir sus descalabros siempre dentro de la casa y en los mejores lugares: alguna cama tibia, algún sillón que agarraba entero, una silla con alguna ropa que hubiese quedado allí esperando algo que no llegaba, un rincón en la cucha de Jazmín al calorcito de la estufa en invierno. Sí, siempre dormía con la perra, que lo había querido y asimilado como el hijo que nunca pudo tener. Ella tenía cosas de gatos y él, le había tomado prestadas algunas cosas a su madre perra.
Como Filomena, que si se enoja, ladra.
Y fueron esos momentos que yo aprendí a disfrutar y no había cosa que me calmase más que ver a Timoteo dormir. Ver dormir a un gato entregado, es de las cosas más gratificantes, dulces, tiernas y cálidas que hay. Reconforta el alma.

Y así fue pasando el tiempo y ese paso significó tener el barrio plagado de montoncitos de pelos color de miel. Por varias cuadras.
Nueve años de arrabal ... nueve años de Gardel. Nueve años que lo convirtieron en un gato semi-salvaje al que yo, únicamente, podía ponerle un dedo encima. No tenía piel con pelos, ya se la había gastado, pero tenía una vida que pocos gatos han tenido. Claro ... los había derrotado a todos y era él el campeón de la noche de gatas.
Tenía, te decía, un cuero duro y asqueroso, lleno de cicatrices y lastimaduras que iban curando, cáscaras en los lugares más insólitos y unos comportamientos extraños que me llevaron a mi a comportarme de una manera más extraña aún.

Un día me trajo a sus hijos, anunciándose como siempre con su cortejo de maullidos.
Cuando abrí la puerta, allí estaba y se quedó parado, sin entrar y mirando para atrás, dónde cuatro pelotitas de pelos, temerosas y flacas, esperaban la orden de su padre.
Ella, la gata, estaba achatadita en la vereda, pronta a huir si alguien se le acercaba ... supongo yo que no podía creer los cuentos que ese gato le habría contado y, en su condición de gata callejera, no cejaba en sus dudas y no se acercó. Mi risa tapó mi espanto y, sacando rápidamente la bandeja de su comida hacia afuera, les brindé el alimento. El comía apaciblemente y miraba, cada tanto, a sus cachorros como diciéndoles "coman, coman que después nos vamos a dormir"
Ella no se acercó.
Cuando terminaron de comer, yo tenía la puerta cerrada y no lo dejé entrar. ¿Y sabés qué hice? Cuando ella huyó hacia los matorrales del baldío de enfrente y las pelotitas de pelos de miel salieron cómo ráfagas arremolinando miedos por la vereda detrás de su madre, ¡me senté a hablar con Timoteo!
Y sí, a gato loco, mire, humana loca y por demás.
Le expliqué, tratando de gestualizar bastante, que yo no podía recibir a su familia en casa. Que este lugar en el mundo que él tenía no podía ser compartido con su gata y sus gatitos. Que él tenía que entender que las reglas del juego eran otras. Que no podía tener casa con familia, porque si no, íbamos a quedarnos sin casa los dos ...
Y no te rías, pero pareció entenderlo.
Desde ese entonces, a veces, cuando lo apremiaba una voracidad al comer y yo veía que no masticaba y se llenaba la boca a mordiscos grandes, cuando finalizaba comenzaba a largar unos sonidos guturales al lado de la puerta para que lo dejara salir. Luego de pasados unos minutos, volvía a pedir para entrar y se largaba a devorar su comida otra vez. Y así, todas las veces hasta que su bandeja quedaba vacía. Mi curiosidad pudo más e intenté obtener la respuesta para tan extraño proceder.
Y lo logré.
¡Le llevaba la comida a su familia dentro de su boca! Llegaba y regurgitaba la comida y volvía a buscar más. Nunca dejó de alimentar las familias que iba teniendo. ¡Qué gato!

Y ahora, mientras te escribo esto, también había hecho lo mismo.

Tenía su familia en el baldío de la vereda de enfrente ... y salió a llevarle comida a sus críos hasta el último día en que vivió.
Es más, quiso morirse -me cuentan- a medio camino entre ellos y su casa la nuestra. Cruzó tambaleándose, con media cara que le habían comido los gusanos por una bichera (que ya le habíamos curado) y luego, lentamente, como casi no pudiendo llegar, pasó la reja del jardín de casa y se acostó allí, mirando hacia el baldío, a morir de la misma manera en que había vivido.
Con una dignidad y un honor que ya quisieran muchos humanos tener.

El problema son tres diminutos montoncitos de pelos que, cuando la tardecita cae, se animan a arriesgarse entre los yuyos y se paran, uno al lado del otro, mirando para casa, esperando a ese padre que los alimentaba y que de pronto, dejó de ir.

Pero un damasco añejo y en el esplendor del verano lo cobijó entre sus raíces para que siguiese su camino transformador. Y, aunque aún el otoño demorará sus días en llegar, le lloró un montoncito de hojas sobre la tierra removida y húmeda que tapó su historia de caballero andante.

Pero, de una manera u otra, sigue estando, y a veces, cuando la tardecita comienza a aprontarse para salir, me parece oír su maullido perentorio en la puerta de casa.

4 comentarios:

Mauro Vaghi dijo...

Qué ternura Katia, realmente mostrás una sensibilidad mucho más animal que humana, como si la civilización no te hubiera tocado, como si guardaras tu alma al abrigo de no sé que protección.
Te felicito por esa mirada, y sin duda la voz, que te deja lleno de pelos.

Anónimo dijo...

Katita, le preguntaba a la Fer si era el día de los gatos acaso, porque ambas escribieron sobre gatos. Hace días que no sé de vos. Mi vida sigue estando un poquito caótica (jeje). Espero poder verte pronto. Besos y abrazos

Anónimo dijo...

Me ha gustado esta historia de "gatos", sobre todo su primera parte.
El mundo de los mininos con su independencia, su cariño tan diferente al de los perros, me inspira muchas metáforas con determinados tipos de personas.
Y no existe mejor premio para un relato que éste se transforme o continue en nuestro cerebro.
Saludos

Cecilia dijo...

Katia eres una escritoraza!!!
besos
ce