sábado, 22 de diciembre de 2007

Un hombre

El hombre arribó al cumpleaños que se celebraba.
El verano se iba despidiendo, regalando una noche, casi, perfecta.
El aire traía perfumes desde los rincones más escondidos, aromando en capullos de enredaderas tardías y un mar pleno de sal y arena tibia.
Desde el piso 13 la vista era espectacular.

Yo comencé a observarlo.
Era, decididamente, un hombre impresionante. Era, decididamente, un hombre que no encajaba en ese ahí y en ese ahora. Como si no fuese capaz de convivir con un "casi" que no alcanzaba esa perfección que el hombre quería entera.

Se le notaba una molestia que se reflejaba en un ser ansioso, recorriendo el lugar atisbando la noche, con la sociabilidad del compromiso, portando una sensación que no podía definir y era, esa sensación, la que le impedía celebrar el cálido momento.
La seguridad de sus gestos y su porte, enfundados en una impecable vestimenta, sólo se le debilitaba en la inquietud de sus manos y en el movimiento de sus pies, ostentando impecable calzado.
Calculé que podría tener entre 45 y 50 años; años muy bien acomodados en una elegancia profundamente masculina.
Desde donde yo estaba no podía saber si su piel desprendía algún perfume que armonizara con su estampa, pero sí desprendía seguridad, poder y dinero.

La gente reunida entrelazaba conversaciones, miradas a una luna chismosa que se había invitado, risas, alegrías, bromas, bebidas y comidas.
Una joven embarazada, iluminada con su panza de tambor, era el referente de los mayores comentarios, allí donde se arremolinaban los jóvenes intentando acertar el día en que asomaría al mundo la personita anhelada.
En un momento, entre el bullicio y los cuerpos, de rabo de ojo volví a ver al hombre.

Había cambiado tanto que comencé a observarlo otra vez.
Toda muestra de ansiedad había desaparecido y se encontraba, cómodamente sentado, desplegando una energía arrebatadora en una charla abundosa en gestos y con la perfección del momento desprendiéndole chispitas encantadoras por las pupilas.
Una jovencita era su interlocutora.
El juego de seducción que ambos desplegaban era, también, perfecto. Sin ningún "casi" de por medio.
Lo que se daban el uno al otro era digno de ser observado, tal la sintonía de emociones y sensaciones que centelleaban en cada gesto, en cada mirada, en cada risa, toda sinfonía de promesas.

El se iba tornando cada vez más hombre, no era necesario estar a su lado para saber que toda su piel despedía el electrizante aroma del cortejo, dejando caer en su justa medida la gota que lograría la alquimia.
Ella se iba tornando cada vez más mujer, aún en el intento de conservar esa ingenuidad con que mezclaba su lozanía y su encantamiento.

Me hubiese deleitado ver la magia de la pasión brotar, tan estridente, entre un hombre y una mujer si no hubiese sido que era mi esposo y en la panza de tambor se acomodaba nuestro nieto para nacer.

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