martes, 9 de octubre de 2007

Chauchas de miel


Pitanga optó por esconderse detrás de las viejas raíces tortuosas de un impresionante árbol de chauchas de miel. Concluyó que se encontraba a la distancia correcta, ni muy lejos ni demasiado cerca de los acontecimientos que se desarrollaban vertiginosamente debajo del eucalipto, que manifestaba su temor desgranando en el aire su aroma inconfundible, alertando a los pobladores quietos del baldío de la llegada de esos dos pequeños demonios humanos. Pitanga se echó y el contacto de su vientre dolorido con la frescura de la hojarasca húmeda le hizo bien. Sacó su lengua y la dejó colgar de costado mientras miraba a los niños y, aunque deseaba ayudar -adornando de ladridos donde colgar los vaporcitos cosquilleantes del árbol- lo mantenía expectante y quieto la patada certera que había recibido en el anca al primer intento de ladrar y había arrancado un aullido profundo y agudo de dolor.

Rauli estaba parado de piernas bien abiertas, muestrario colorido de machucones, raspones, heridas cascarientas, picaduras, salpicadas de barro pegajoso y seco que relucían más por los pedacitos que, increíblemente, aún quedaban visibles en su blanquísima piel. Las manos sudorosas de puro miedo cerradas en puños que apoyaba a ambos lados de su cintura. La camisola abierta cumplía función casi de capa protectora de hombros, ya que dejaba libre al quemante mediodía las cicatrices de valientes andanzas pasadas y las cáscaras de fulgurantes heridas recientes, de puro peleador empecinado contra la naturaleza y el cinto encarrilador de su madre. Su cabeza se inclinaba desafiante hacia la niña tendida en el suelo, y agitando el copete que le dejaban crecer, moderadamente, a su rubio pelo, por su boca comenzó la letanía burlona que lo caracterizaba:
“Ña, ña, ña, ña, mariquita, mariquita. Te caíste, te caíste”.
Sólo sus ojos, allá detrás del azul, dejaban aparecer el hielo del temor, la pizca de susto verdadero de que a Mary le hubiese pasado algo más que una caída. Más le sudaron las manos, entonces, inclinó su cuerpo un tanto y, enfocando sus ojos en la cara dormida de la niña, le dijo:
“Dále, ché. No jodas. Levantate. Sos mariquita porque sos mujer, está bien....”.

Mary abrió los ojos, muy, muy abiertos. El pánico la invadió cuando sintió, cuando se dio cuenta que el aire no le llegaba a sus pulmones. Entonces abrió la boca, mucho más abierta que sus ojos, y por más esfuerzo que hacía, el aire no entraba, no quería entrar, no podía y Mary se ahogaba. El dolor de su espalda era lacerante pero más soportable que el ahogo, casi mortal, que no terminaba.
La caída había sido larga, muy larga, desde la ramita endeble y nueva que se quebró a los casi dos metros de altura en que estaba creciendo, al no soportar el peso de la pequeña, que temerariamente quería demostrar más valentía y coraje que el inconsciente salvaje de su primo. Y así vinieron cayendo ambas, la ramita y la niña, y así llegaron al suelo que las recibió, la ramita y la niña; pero el impacto fue grande, tanto que liberó, dolorosamente, de un soplo el escaso aire que traía en los pulmones mientras venía cayendo. Porque bien se cuidó de gritar. Porque podían oírla los mayores. Entonces sólo espiró en un grito silencioso la bocanada que el golpe le arrancó de raíz. Y eso fue como si le hubiesen cerrado los pulmones; el aire nuevo no podía entrar.
Boqueaba como un pez fuera del agua, sin emitir sonido alguno, sólo sintiendo que se ahogaba, cuando vio aparecer la cara de Rauli encima de sus ojos; ojos tan verdes como las hojas nuevas de la rama que no fue capaz de sostenerla.
Burlona, altanera, ganadora la mirada azul que traía la cara Y eso la decidió a moverse como si nada hubiese pasado.
Apoyó un codo en el suelo, sólo Dios sabe de dónde sacando fuerzas, y giró su cuerpo incorporándolo un poquito y entonces, milagrosamente, sus pulmones se abrieron otra vez permitiendo la entrada del aire vividor arrancando un sonido guturalmente doloroso. Seguía respirando. Cuando quiso pararse un dolor insoportable en la columna la hizo acostarse otra vez en el piso húmedo del terreno.
Giró la cabeza buscando a Pitanga. Había sentido el aullido provocado por la patada de Rauli cuando intentaba callarlo y ahora quería defenderlo de ese salvaje; reprocharle al indiecito rubio el castigo infligido al perro.

Rauli paralizó a Pitanga en el lugar en que se encontraba con sólo una mirada, y dejando escapar un bufido de alivio celebrando el bienestar de la tontita capitalina, arremetió:
“Dale, ché. Levantate y no te hagas la viva que si nos pescan acá nos muelen a palos. ¿Tas bien?

Mary tenía que admitir que tenía dolor, aunque eso le costaría perder puntos ganados. ¡Puntos que le había costado tanto ganar! Venciendo repulsiones a sapos y culebras; a tiradas al agua desde el cemento alto del puerto; a comidas de frutos de tuna usando sólo los dedos; a ver quien cazaba más abejas usando sólo las manos en los canteros de siemprevivas; quedándose más tiempo al lado del avispero venciendo el terror de ser picado por la más grande; destruyendo hormigueros enormes sin recibir ni una picadura... Pero sentía mucho dolor, y le dolía más que el dolor de reconocerlo frente a su primo.
“Me duele mucho la espalda. No sé si me puedo mover... ¿Qué hago?”

Rauli apoyó una rodilla en el suelo y de pronto sus ojos demostraron respeto. Con su manita mugrienta de pueblo recorrido acarició el hombro de la niña y le dijo:
“Quedate quieta. Capaz que así se te pasa. Cuando te puedas parar nos vamos”.

“Sentate a mi lado. Llamá a Pitanga. Vamos a charlar” – le dijo Mary.

Un sentimiento sofocante de incredulidad frunció las cejas del niño. ¿Hablar? ¡Pero esa gurisa estaba loca! ¿Habría quedado así del golpe?
Que raras eran las mujeres...

“¡Hablar de qué! Lo que tenemos que hacer es irnos, mongólica. Si la vieja nos agarra nos curte a cintazos y vos te querés poner a charlar, ¿sos tarada?” – aseveró rápidamente Rauli, que ya calibraba las posibles consecuencias de aquella travesura.
“A ver, tratá de pararte... A mí nunca me pasó tamaña cosa... ¡Qué increíble! Caerte así de tan alto... ¿Qué sentiste? ¿Cómo fue? ¡Hasta el Pitanga se asustó...!”

Entonces Mary se dio cuenta de que no había perdido ningún punto. ¡Había ganado más respeto que con las avispas! Eso merecía que se parara y venciendo cualquier dolor caminara hasta que se alejaran del baldío prohibido. Y así lo hizo.
Rengueaba un poco pero Rauli no se daba cuenta, ya que le saltaba alrededor, junto con Pitanga, al sonsonete de preguntas llenas de admiración por la caída estrepitosa.

Que raros eran los hombres... se iba diciendo Mary con la mano apoyada en su descalabrada espalda.

Y pasado el alambrado, sin adultos a la vista, se sentaron en la rama chueca del árbol a comer unas merecidas y prohibidas y calientes chauchas de miel.

4 comentarios:

Gianina Casella dijo...

Que belleza!! Voy a seguir leyendo tus otros post porque la verdad los disfruto un monton !

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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