Yo vi muy pocas veces a Nicolás. Y las pocas veces que lo vi, parecía él no verme en mi saltarina niñez de pelos cortos y pequeños pies, terriblemente prometedores de pisotones desaprensivos a su cerco de margaritas y siemprevivas.
Yo vivía en la ciudad de Paysandú y él en la colonia rusa que había contribuido a fundar: San Javier.
Yo pasaba mis veranos en aquella colonia, en casa de mi abuela Pasha o en la de mi tía Natalia.
Una vez, estando yo guardando cama por un resfriado (creo, ya ni me acuerdo) tuve un encuentro con Nicolás un tanto extraño.
Estaba en la cama de mis padres tratando, con todo el empeño de mis cortos años, de permanecer lo más quietecita que me fuese posible, tanto para no empeorar mi estado gripal como para no ligarme alguna bofetada furiosa de mi madre, que solía repartirlas de muy buen gusto y ganas cuando las cosas no eran tal y cómo ella las marcaba.
Y yo no era una niña muy quietecita que digamos.... o por lo menos así lo demuestran las cicatrices de algún varazo de mimbre que supe conseguir y las revoleadas de pelo que hasta hoy siguen ardiendo en el recuerdo.
Tenía, para ayudar a mi quietud, una tijera y un montón de revistas en dónde buscaba figuritas de avisos multicolores que me retaba a recortar de la mejor manera posible.
No me sentía muy mal, casi a gusto diría, en aquella enorme cama maciza de dos plazas y de madera lustrada, como me gustaban a mí. Por la ventana, recatada en sus cortinas de labor de ganchillo -maestría del arte manual si las hay- entraba un sol invernal y remolón que doraba las primeras horas de esa tarde.
La puerta de la habitación quedaba enfrente de la cama. Cada tanto, en mi febril imaginación, acomodaba las almohadas de pluma, alisaba el acolchado, doblaba prolijamente la sábana de crea blanca con delicados bordados y me sentaba en el medio exacto de la cama, recostándome, semisentada, entre telas y respaldo de madera. Me alisaba el pelo -soñando que era tan largo como el de Lady Godiva- enfrentaba la puerta con la mirada y soñaba que por ella entraban mil personajes de mi corte de Princesa (el título de Reina ni siquiera osaba quitárselo a mi madre) y mantenía un diálogo con cada visita, gesticulando y todo, mientras me miraba de soslayo en el enorme espejo que se empecinaba en estar quieto a un lado de la cama. Así recibía príncipes y reyes, discutía de reinos lejanos a conquistar o conquistados y llegaba a amenazar con mi tijerita roma a alguna doncella que se retiraba con un ademán de darme la espalda.
Por supuesto, la única persona que entraba y salía, de tanto en tanto y sin darme la menor bolilla, era mi madre que, en su cotidiano trajinar, pasaba trayendo o llevando alguna cosa de aquel dormitorio.
De pronto, en uno de mis vuelos imaginativos donde estaba charlando con un Príncipe venido de lejanas tierras, se abre la puerta del recinto que me cobijaba y me trae, bruscamente, a la realidad, la entrada de mi madre seguida por la imponente figura de Tío Nicolás.
De más está decir que me hice aún más pequeña dentro de mis almohadas, tratando de que no me viese, pensando que tan sólo vendrían a buscar alguna cosa totalmente ajenos a mi persona. Era grande mi sorpresa al ver a Nicolás allí en Paysandú, ya que él no salía jamás de su colonia. Y mucho más creció mi sorpresa cuando, dirigiéndose ambos hacia los pies de la cama, se paran y me anuncia mi madre que Tío Nicolás viene a hacerme una visita.
¡¡¡¡Zácate!!!! -pensé yo- ¿y ahora que tengo que hacer?; y tan sólo tragué saliva ya que las órdenes maternas no se discutían jamás.
Dicho esto, palmeó mi madre la espalda ancha de Nicolás y, dándose vuelta en un giro veloz y simpático, se marchó dejándonos solos.
Yo no sabía que hacer y muchísimo menos qué decir, así que solamente lo miraba, con esa manera tonta y mortificante que tienen los niños de mirar.
Todo fue un espectáculo impecable.
Parecía algo así como un rey, enfundado en sus toscas ropas de campesino cuidador de flores y de recuerdos.
Me hizo una pequeña reverencia, con una corta inclinación de cabeza ligeramente ladeada y, quitándose su sombrero de ciudad con su mano derecha, me saludó, cortés y correctísimamente, en ruso.
Creo que no respondí nada, ya que no sólo mis ojos estaban muy abiertos sino que mi boca comenzaba a caer por el efecto de tan exquisito gesto en la figura de ese campesino, tío de mi mamá, al que yo había visto demasiado pocas veces.
Su mirada recorrió la habitación como buscando y cuando sus ojos se posaron en la infaltable silla de aquellos dormitorios de antaño, se desplegó su sonrisa y, con su mano libre, la tomó y la colocó a uno de los lados de la cama, pero no enfrentándola, sino casi paralelamente, con lo que para mirarme, debía de girar su cabeza.
Se sentó con mucho cuidado. Colocó el sombrero sobre su regazo y me obsequió una sonrisa de giro y luego, volviendo a su postura original, quedó mirando la puerta que enfrentaba la cama. Recuerdo que pensé que parecíamos dos tipos sentados juntos en un carruaje, lado a lado, mirando el infinito de las estepas. Nadie hablaba. A mi, simplemente no me salían las palabras. Jamás debía yo dirigirle la palabra a un mayor si éste no me autorizaba primero, y como Nicolás seguía mirando hacia la puerta, allá miraba yo también, y como callaba, mi silencio no era otra cosa que la razón aprendida y por lo tanto esperaba una señal sonora de su parte para contestar adecuadamente. También con voz, claro, y no con gestos, que así hacen los animales y no los humanos porque nosotros tenemos voz; y para poder hablar Dios nos la dio.
Yo rezaba para que viniese mi madre y me salvase de situación tan incómoda. ¡Y vaya a saber qué cosas estarían pasando por la cabeza de Nicolás en ese momento!
De pronto, se da vuelta casi con todo el cuerpo y me enfrenta con ojos, con falda de sombrero y con grandes manos apoyadas sobre sus rodillas. Y entonces, casi en un susurro, como confesando un gran secreto, me dice:
- Chica, quirida, ¿sabe usted como sirvienta elegir?
En el mismo momento en que me doy cuenta de que mi cabeza se está moviendo, negando como los caballos, susurro un casi inaudible "no".
El encorva un tanto su delgado cuerpo más hacia mi y sigue:
- Quirida, muy sincillo, muy sincillo. Usted va a necesitar sirvienta, pero debe elegir la mejor y yo le voy enseñar cómo hace. Usted primero tiene que probar. Cuando ella esté trabajando, usted la mira y cuando ella no ve, usted coloca una escoba en el piso tirada. Luego la llama y le pide que alcance un vaso con agua. Si ella pasa sobre la escoba y la deja allí donde usted dejó y va y viene con el vaso con agua, no sirve. Si ella, al ver escoba tirada, levanta y apoya en pared y va y viene con el vaso con agua, tampoco sirve. Si ella, al ver la escoba tirada, la levanta y la lleva al lugar donde escobas estar y luego va y trae vaso con agua, ¡esa sí sirve! Esa sirvienta buena. Haga caso, quirida mía, y no olvide lo que Nicolás le enseña.
En eso entra mi madre y con palabras alborotadas saca al tío viejo del cuarto y de mi vida, que se va, despidiéndose con otra reverencia magistral.
Creo que esa fue la única vez que Nicolás me habló directamente a mi. A mi sola. Dirigiéndole la palabra a uno de esos pequeños molestosos niños, que era como nos trataba en San Javier. Sin palabras. Con indiferencia y con ojos azules con los que cercaba sus plantas, flores y cipreses.
Fue una enseñanza que luego apliqué en la vida muchas veces, no para elegir "sirvientas", claro, pero sí para ser yo misma de esa manera. Traté siempre de vivir no dejando la escoba tirada pasando sobre ella, sino recogiéndola y llevándola a su lugar, para después continuar con lo que se debía hacer.
jueves, 11 de octubre de 2007
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1 comentario:
Precioso!! Me hubiera sido muy util para elegir marido, tambien...ja ja. Me gusto mucho.
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