viernes, 5 de octubre de 2007

El porche

En las tórridas tardes de impuestas soledades, el porche de mi abuela era mi refugio.
Siempre tenía la sensación de estar dentro de un horno, tal el calor que hacía en ese pueblo de abejas y girasoles. Pero allí, en esa hora tiempo de las chicharras, los lagartos y las ciruelas madurando, la sombra del porche tenía toda la frescura que me permitía no dormir la asquerosa siesta de los adultos.
Era yo una pequeña intrusa que, refugiada en el amparo protector de las paredes blancas, podía observar lo que lo hombres no podían.
Nada de lo humano rozaba ese momento primigenio de la naturaleza. Ella misma se manifestaba y se erguía majestuosa espantando todo aquello que pudiese molestarla.
Una orgía de luz reverberaba en cada resquicio que mis ojos descubrían; las plantas bajaban sus cabecitas y sus hojas, como brazos entregados, semejando una reverencia absoluta al dominio del sol; las cigarras lo veneraban con su interminable canto de kilómetros; los lagartos lo bebían hasta hartarse crucificados en el cruce de los caminos; sobre el agua del río se formaba una luminiscencia que semejaba un espejo; podía oírse cuando las grietas de la tierra se abrían, como cuando se quiebra el caramelo.
No salían los hombres; los perros gastaban sus jadeos debajo de los árboles en la más necesaria quietud; los pájaros guardaban sus trinos; los gatos dormían debajo de las acelgas; ni caballos, ni vacas; hasta los peces modulaban sus ondulaciones envidiando a las anguilas escondidas en las lodosas barrancas.
Sin lugar a dudas, eran los sonidos del silencio.
Y yo tenía la maravillosa posibilidad de escucharlos. La maravillosa posibilidad de ver, aún encandilada por los reflejos.
Me la brindaba ese porche mágico.
Que tenía plantas cuidadas con esmero.
Que tenía, enfrente, dos jazmines blancos y un jazmín paraguayo en celestes.
Que por sus paredes trepaba, descarado, un jazmín del país y aromaba esplendente a toda hora.
Que tenía un banco pintado de rojo, como rojas eran las macetas que contenían las flores de ‘corazón de estudiante”
Que estaba bordeado por un cerco de pinos, los más verdes imaginables, recortados con maestría en primorosa forma.
Y que tenía, por sobre todas las cosas, un nido de golondrina. Esa golondrina que hacía todos los veranos del mundo. Esa que venía, año tras año, a poblar su nido de emplumadas nuevas vidas.

Tirada yo de panza en el suelo, sobre las refrescantes baldosas amarillas, observaba, también, la fila de laboriosas hormigas que se apresuraban a robarle a mi abuela las hojas de su “planta de azúcar”
Sabía que ese momento duraba poco, y su finalización me la marcaba la golondrina al salir del nido, como una flecha heroica, hacia el agua del río.
Pero… ¿fue verdad?



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