jueves, 15 de noviembre de 2007
Tango
Me alegro de verte y, sobre todo, de que hayas venido.
No te ofendas, pero siento que si hasta acá llegaste es que necesitás algo de mi. Así que antes de que me lo pidas, permitime decirte algunas cosas.
En el tiempo de una lágrima me pregunté millones de veces qué podía haber hecho para merecer tu indiferencia.
Yo fui leal contigo, por afecto y a conciencia. Transitaste caminos que te llevaron al infierno porque vos solito los quisiste recorrer. Nadie te obligó. Y yo estuve, todo el tiempo, yendo hasta los bordes de tu averno empapándome el alma de aullidos trashumantes sin abandonarte jamás. Fue una noche enorme de sombras tan largas como el dolor. Te convertí en motivo de mi abnegación.
Así, aprendí a quererte.
Así, te brindé lo más precioso que tenía, más allá de lo contante y sonante.
Así, queriéndote a contrapelo de la historia, te recibí cuando, por fin, pudiste desandar el camino y volver. Cuando todo presagiaba que llegaría el momento en que comenzaras a tocar el cielo con las manos.
Ya después nos pasó la vida, vos por tu lado y yo por el mío.
Entonces, me imaginé un cuento tierno de bondades y rescates, de luchas y triunfos, de ternuras y posibilidades, fraternal, poderoso, cuasi invencible. Y de tanto contármelo, mecí mi cuna de recuerdos y me dormí con él.
Cuando las vueltas de las circunstancias me llevaron a mí al infierno, en una escapadita burlona a mi discapacidad, corrí hacia vos buscando tu amparo y tu refugio. ¡Es tan humano actuar así! ¡Si yo te consideraba un hermano!
Tu negación cercenó el gesto, mutiló, cruelmente, una posibilidad de esperanza. Mató.
Yo sigo en el infierno. Es penoso salir de él en soledad. Vos, mejor que nadie, lo sabés.
Así que disculpame si no puedo ser de mucha ayuda. Toda la energía se me desparrama en el intento de sobrevivir. Pero sé que vos, con tu misericordiosa entrega a los caminos de Jesús, vas a poder comprender.
Pero decime, hermano, ¿qué andás necesitando?
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