miércoles, 20 de febrero de 2008

Listo

La grasera se tapó y se le dio por desbordar su pútrido contenido justo cuando Amelia estaba lavando las mamaderas de Rodrigo. Eran cuatro, que deberían quedar prontas, para alimentarlo a lo largo del día que venía preñado de tareas y promesas.

El niño ya estaba listo para ir a descubrir mundo en sus cuatro horas de guardería. Listo se escribe con cinco letras que, decididamente, no contienen todo lo que ello implica.

Listo resume, acopia, compendia, acomoda una tarea que lleva mucho tiempo y mucho más de entrega de amor y responsabilidad que, paradójicamente, no tiene tiempo mensurable.
Amelia tenía la cabeza a millón con los mismos problemas de dos, esos que comparten con Manuel en su proyecto de vida y familia, pero con la diferencia, menuda diferencia, de que Manuel se desentiende del cotidiano de Rodrigo y encara el camino anteponiendo su propio proyecto, que dizque, ayudará al amoroso proyecto común.

Listo porque Amelia, despegándose un sueño terco de las pestañas que se empecina en cerrarle los ojos al no haber tenido tiempo de concretarlo -porque Rodrigo está pasando la etapa de los terrores nocturnos y hubo de acunarlo y contenerlo, batallando contra lo terrible y ganando a fuerza de amor e instinto de hembra- lo despertó con la diaria melodía que los vuelve cómplices cada mañana: “buenos días su señoría, mantantirulirulá”

Listo porque Amelia le siguió hablando y contándole de lo hermoso que iba a ser el día, alentándolo, mientras le daba su mamadera tibia.

Listo porque Amelia, en plena etapa de enseñanza para el abandono de los pañales, lo llevó al baño, haciendo grandes alharacas y palmeando, contentísima, al ver que Rodrigo había aguantado su noche y desahogaba sus ganas contenidas, reflejando un paso más en su maduración. Y lo premió con risas y sonrisas, y le dijo que era un niño hermoso y le dijo que sus papás estaban muy orgullosos de él, y le dijo que papá se iba a poner más contento que mamá cuando se lo contaran, y le dijo que en la noche le contarían a papá esa verdadera hazaña de Rodrigo.

Listo porque Amelia, mientras hacía las camas para los tres, ordenaba el desorden de los tres, lavaba la cocina de los tres, lavaba la ropa necesaria de los tres, planchaba lo urgente de los tres, planeaba la comida para los tres, iba interactuando con Rodrigo sin quitarle su atención ni un instante; esos instantes tan peligrosos para los niños, que pasan por el canto de una mesa o un enchufe.

Listo porque Amelia salió a hacer las compras necesarias llevando a Rodrigo y le contaba que salían en una mágica expedición de avituallamiento, mientras saludaba vecinos e iba enseñándole a Rodrigo qué se puede tocar y qué no, que está bien y qué está mal, en un rosario permanente de aprobaciones y desaprobaciones.

Listo porque Amelia había hecho el almuerzo adecuado para Rodrigo y, al alimentarlo, su hijo presumido pintor de vanguardia, había plasmado una naturaleza por el piso, la silla, la ropa y algún juguete; muestrario de zapallo, papa, espinaca y dentados pedacitos de carne.

Listo porque Amelia lavó minuciosamente a Rodrigo mientras éste tiraba el frasco de shampoo, que le había llamado la atención por su colorido y que Manuel había dejado, displicentemente, a la mano del niño. Entonces, pegadito al elogio del buen comer, hubo de largar el rezongo, la explicación, el “no” tan temido, el “eso no se hace” y, frente al incipiente berrinche del niño, sacarlo y distraerlo en la tarea de vestirlo.

Listo porque Amelia tuvo que resolver qué ropa ponerle, puteando mentalmente porque no había podido lavar el conjunto que, para ese día, hubiera resultado ideal, pero con el escaso tiempo del que disponía y la empecinada humedad del otro tiempo, estaba durmiendo en el canasto de la ropa sucia.

Listo porque Amelia, mientras lo sentaba en el centro de la cama grande con algunos juguetes preferidos, le hacía carantoñas, imitaba osos, pájaros y creaba canciones con Rodrigo de protagonista, se vestía ella. Gran y amorosa payasa que intentaba encontrar la manera de hacer algo para sí misma mientras capturaba, a las risas, la atención de su hijo. Y repasaba mentalmente las respuestas que debería dar en el examen que justo ese día tenía; examen de una corta especialidad que cursaba para no postergarse y poder salir al mercado laboral con las herramientas adecuadas.

Listo porque Amelia se había preocupado y ocupado de armar el bolso para dejar en la guardería, atenta y atentísima para no olvidar nada que Rodrigo pudiese necesitar en esas culposas horas sin mamá.

Así de listo estaba Rodrigo cuando a la grasera se le dio por desbordarse.
Amelia sintió ganas de llorar.
El litro de leche, hervido las sacrosantas tres veces, esperaba en el hervidor para ser trasegado a las mamaderas. El trozo de limón esperaba para dar el equilibrio necesario con sus tres gotas en cada recipiente.
Era sencillo: o se quedaba a limpiar y perdía todo lo encaminado, incluido su examen, o lo dejaba y continuaba con lo previsto.

Llenó las mamaderas, colocó dos en la heladera y dos en el bolso, le gritó un “¡no!” rotundo a Rodrigo cuando intentaba entrar en la pequeña cocina y prefirió el llanto del niño a tener que dar explicaciones porque el tiempo se le perdía irremediablemente.

Con la cartera colgando de un hombro, con el bolso del otro, con una carpeta con sus papeles y libros, con el oso Pluf que su hijo jamás abandonaba y con Rodrigo, todo eso junto encima, esperó el bus y se apretujó con la maraña de gente que, siempre, desbordaba la línea del transporte colectivo.
Dejó al niño despuntando las respuestas que intentarían hacer volar esa culpabilidad por dejarlo.
Llegó a clase, rindió el examen y, corriendo sin tiempo de compartir un café con los compañeros en comentarios obligados, con ganas de abrazar a su cachorro, llegó a la puerta de la guardería. Allí cambió el disco mental de sus estudios, que le ocupaban los pensares, y se volvió mamá; sólo importaba Rodrigo y su día, su cómo había pasado, las pequeñas enormes noticias que la maestra le daba como referente de esas cuatro horas interactuando con el mundo.

Igual de cargada volvió a desandar el camino en un bus aún más repleto que el anterior y cobijador de todos los malos humores de aquellos que vuelven; cansados, deseosos de arribar, individuales. Pero ahora empeorado porque Rodrigo, cansado también de sus andanzas de futuro adulto, se le dormía y ella, sin conseguir asiento, parada, bamboleaba su fuerza protegiendo la entrega de su hijo.

Llegó a su hogar con los pies convertidos en un universo de vidrios molidos y rezó para que su niño no se despertara cuando lo colocó en la cama. Necesitaba una media hora para limpiar el desastre del agua podrida de la grasera que había invadido la cocina.
El olor era insoportable.
Se sacó la ropa arrancándosela y acometió la tarea de limpieza.
Lo logró.

Y otra vez lo mismo. Tarea de limpieza. Tres palabras. Si agregamos ‘de la grasera’, nos quedan seis. Por aquello de que tal vez a más palabras más trabajo, pongamos “tarea de limpieza de la grasera, destapándola, y limpieza del piso de la cocina y los bordes de la pared donde el agua inmunda había retozado”

Siguió cuidando de Rodrigo que se despertó reclamando atención, comida y mimos. Cocinó la cena. Dispuso la mesa.

Cuando llegó Manuel ya todo estaba pronto para ser disfrutado.
La televisión prendida.
El hijo comido, bañado y dormido.
Su mujer sirviéndole la cena, de la cocina al comedor y del comedor a la cocina.
El diálogo se dio escuchando Amalia las novedades de Manuel y todos los vericuetos de su trabajo y su profesión.
Terminada la comida, Manuel se fue al dormitorio y Amalia recogió las cosas de la mesa, organizó la cocina para lavarla al otro día, pasó por la cama de su hijo bendiciendo su sueño y rogando por una noche sin pesadillas y fue tras su esposo.

En el dormitorio, una percha con la camisa de Manuel, impecablemente planchada, con su correspondiente corbata, adornaba la puerta del placard a la espera de la mañana siguiente.
Una cama bonachona y cálida, perfecta en sus estiradas sábanas, esperaba el conjuro mágico del amor.
Amalia se tiró con ganas sobre ella, sintiendo un cansancio casi doloroso pero decididamente feliz de poseer la maravilla de una familia y tanto amor.
Se le escapó un suspiro y, mirando a Manuel quiso ella, ahora, contarle de su día.
Estoy cansada, dijo, pero contenta.
El asombro se dibujó en los ojos del esposo. La miró y, sinceramente, le respondió: ¿pero cansada de qué? Si no tenés nada para hacer, si vos no trabajás, si yo te lo doy todo y me ocupo de todo lo que necesitás. ¡Yo sí que estoy cansado!

Y Amalia le creyó.

3 comentarios:

Mauro Vaghi dijo...

Katia, te he venido leyendo en silencio, cobardemente, lo admito. Un silencio quizá muy masculino, que no sabe que hacer ante una expresión que me resulta sumamente íntima, profunda e intensa, pero fundamentalmente ajena.
No puedo compartir los sentimientos, aunque puedo intentar comprenderte.
Pero hoy, luego de leerte, decido romper mi silencio, decido cruzar los brazos y cerrar los ojos, no te conozco, pero te he leído, y sin dudas sé, que aún cuando no estemos de acuerdo y cuando podamos pelear desde concepciones solciales o culturales o biológicas, resumiendo desde veredas enfrentadas, sé que no me arrojarás al suelo.
Katia, no entiendo la vida, pero agradezco la posibilidad de pelearla, de frente y hasta el último de mis alientos.
Cada cual con su historia, como dijo el poeta, el valor le llegó cuando era debido.
Aquí están mis manos, espero que te sirvan.
De corazón, Mauro.

José Luis dijo...

Todos los días me aferro a la vida como tratando de que no se termine ese presente momentáneo. A veces no me detengo a mirar cada uno de los momentitos que llenan mi día, me veo como tus peronajes: corriendo, lamentándose, haciendo por sobrevivir. Pero rara vez me detengo.

Y así vamos por la vida, olvidándonos de nosotros, abandonándonos unos a otros, hasta que al morir el día las distancias se pierden en la oscuridad de la noche, y al amanecer, el sol nos separa cada vez más.

Tienes razón, hay que empezar a creer que los demás hacen más, para que otros crean en lo nuestro.

Buena salud.

Saludos dese México.

VESNA KOSTELIĆ dijo...

Katia, hoy hice -casi- todo lo de tu Amalia y al fin me senté para darle rienda suelta a las ganas que tenía de leerte por primera vez. Por hoy, solo estos dos. Muchas gracias. Lo que leí tiene la belleza y la crueldad de la realidad, la maravilla de lo que casi nunca se dice pero se intuye siempre. No me mintieron cuando me recomendaron que visitara el Contrabando... Volveré.