miércoles, 26 de diciembre de 2007

Casi una catedral

El zaguán era enorme. Siempre tenía yo la sensación de caminar por la entrada de una iglesia, tal era la reverencia que me provocaba.
Si miraba hacia abajo, el piso -desde la puerta de entrada hasta el arco majestuoso que dejaba ver la magia de un jardín de maravillas- estaba recubierto de baldosas negras y blancas, como las del tablero del ajedrez de mi padre. Daba una sensación exquisita mirarlo. Un cuadrado negro y otro blanco; un cuadrado negro rodeado de blancos y uno blanco rodeado de negros; todos blancos en diagonal, todos negros en otra diagonal. Y cada baldosa refulgía más que la otra en su impecable limpieza, que le ganaba a todos los insectos de la tierra, a todas las suelas que las andaban desde una punta a la otra, a los pelos del gato y hasta a los pétalos de las flores que se desprendían con un viento malhumorado.
Nunca podía yo saber cuáles me gustaban más, si las blancas como pedacitos de nubes o las negras brillantes como la obsidiana más pura. Mi pie enfundado en algún zapatito de niña, entraba entero y le sobraba baldosa a montones para todos lados; de costado o en diagonal. Yo me entretenía eligiendo, para ese día, cual color me representaría cuando jugara en el zaguán.

Si miraba hacia arriba, un techo abovedado con formas de sortilegios repujados en el cielo y que bajaban hacia las paredes, me daba la bienvenida de su misterio sabiendo que yo jamás podría llegar a tanta altura.
Desde su mitad exacta, contada con pasos de esos que se dan colocando el talón de un pie delante de la punta del otro y caminando derechito, un cordón enormemente grueso y trenzado, como el cinturón sublime del cura de la iglesia, culminaba con la bola de vidrio labrado que escondía la desnudez hiriente de una lamparilla eléctrica, que se encendía para espantar las sombras del zaguán cuando la noche entraba para hacerlo dormir.
Ese techo no era blanco como las baldosas blancas, sino de un color crema que, al mirarlo, siempre me venía hambre de vainillas. Me imaginaba una bandeja alargada llena de crema de caramelo, dónde la magia de una madre había dibujado esas formas para decorar el manjar. Pensaba que quien hubiese hecho tantos dibujos armónicos y simétricos, todos de suaves maneras redondas, estaba decorando con ahínco de delicias. Era mi cielo decorado. A veces, hasta me daba la sensación de que si pudiese tocar alguna de sus volutas, éstas se hundirían a la presión de mis dedos curiosos; casi no parecían de techo duro todos esos adornos.

Si mirabas a los costados, te olvidabas de las paredes porque te deslumbraban las dos puertas, una de cada lado de ese pasillo, que desplegaban una magnificencia tal que no podías dejar de mirarlas. Una daba al dormitorio de mis padres; la otra al comedor de la casa. Eran de esas puertas que son dos puertas, porque tenían doble hoja. Los días comunes, estaban abiertas al paso con una de sus hojas, pero en días de alguna celebración, ambas hojas eran desplegadas hacia atrás, permitiendo una entrada principesca a cualquiera de los aposentos al que te dirigieras.

El cuarto de mis padres ornaba su primera mirada con una cama enorme, de impresionante acolchado celeste con volados que acompañaban a la perfección el lustrado a mano de la madera a la que habían oscurecido en un tono exacto entre ámbar y miel. El piso, de largas maderas pulidas y enceradas, tenían ese efecto que a mi tanto me gustaba, y era el de verme reflejada, en una figura extraña, cada vez que mis ojos lo miraban. Y estaba el toilette, que tal y como un pavo real, se erguía señorial mostrando ufano un espejo más grande que él mismo; y allí, justo allí, los elementos de la figura femenina de su dueña: un espejo de plata boca abajo con su cepillo haciendo juego -ese de cepillar el pelo cien veces cada noche, cincuenta para un lado, cincuenta para el otro- ; un cofrecito de plata que guardaba los misterios de mi imaginación porque no me permitían abrirlo; y una cosa rara, muy rara que era de cristal y plata, y de la que salía una especie de goma y terminaba en una burbuja toda envuelta en una redecilla fabulosamente trenzada y, que si la apretabas, salía el perfume que contenía la rica y tallada vasija panzona de cristal. Vaporizador de perfume decía mi madre que era, pero yo tampoco podía usar ese perfume, porque no era para niñas. Pero yo solía, a escondidas, hacer morisquetas delante del espejo, sentada en la banqueta y moviendo el vaporizador como si me pusiese perfume, imitando a mi madre, y me imaginaba la nube de fragancia exquisita que algún día acariciaría mi cuerpo. Porque claro, también había una banqueta para sentarte delante del tocador y dos sillas haciendo juego, de la misma madera y con el mismo tapizado de seda con rombitos repujados. Cada implemento estaba depositado sobre el mueble y cada uno de ellos tenía su correspondiente carpeta sumamente arrepolladita en un trabajo de fino crochet que daba gusto mirar. Todo resplandecía. Las cortinas de las inmensas ventanas eran deslumbrantemente blancas, pero no llegaban hasta el final, sino que, en un fruncidito que asemejaba el tutú de una bailarina de ballet, dejaban al descubierto los tres últimos vidrios, allá arriba casi cerca del techo, donde el cristal de la ventana sin cubierta alguna, se desparramaba de luz mostrando el follaje del frondoso árbol de la calle.

Pasaban otras cosas en el comedor, pero eran casi las mismas. No era lo mismo pero era igual. El piso allí se mostraba más orondo que en el dormitorio, porque allí no había gruesas alfombras persas de intrincadísimos dibujos, entonces refulgía en la brillantez del encerado de los listones de madera que lo hacían parecer casi vítreo. Yo ensayaba todos los tipos de pisadas; suavecitas para que no se notaran pero siempre un clac se escapaba de mi suela, y otras veces -esas cuando nadie me veía- dibujaba pasos de tap tratando de que mi punta y mi talón desprendieran una música rítmica que bailaba alrededor de la mesa. Esa mesa era la que ocupaba el centro de la habitación, pero el tesoro más preciado era un cristalero que mostraba a los cuatro puntos cardinales la magia de los artífices del cristal, en un juego de incontables copas de todo tipo que yo solía observar imaginando qué clase de líquidos se serviría en cada una de ellas. Estaban como encerradas en esa caja de cristal de enormes vidrios corredizos que eran una maravilla para la época. Y el trinchante, ese que también se adornaba con un espejo biselado que le daba un acabado casi perfecto y guardaba en sus cajones y sus puertas todas las cosas inglesas que habían llegado a casa para regocijo de una mesa bien servida. Desde el juego crema decorado con delicadas flores azules hasta la infinidad de cubiertos de plata con de todas cosas para coronar un buen servicio. El centro de la mesa lustrada a mano siempre ostentaba un enorme florero con un arreglo de flores frescas que le daban a la habitación un toque de color y alegría además de pregonar por todos lados el aroma de sus pétalos.

Y desde el zaguán se sentía la combinación, que resultaba perfecta, de los aromas todos juntos que se volvían un perfume particular y harto agradable para respirar bien hondo. La cera que había abrillantado los pisos, el lustramuebles que quitaba el polvo de la madera trabajada y protegía olorosamente las vetas, los vidrios resplandecientes, las cortinas lavadas y blanqueadas con aquella pastillita de "azul" coronadas con su vestido de lavanda fresca, las flores, el agua, y todos los olores que el sol hacía salir de cada rincón verde constatador de vida permanente.

En ese tiempo, recuerdo, yo llegaba pasando un poquito la altura de las puertas, allí donde comenzaban los vidrios. Si me paraba delante, mis ojos quedaban a la altura donde justo el artesano colocador de transparencias había trabajado con su masilla para casar ese vidrio en perfección con la madera. Era también donde justo estaba calzado el picaporte, así que cada vez que cerraba o abría alguna de las puertas, mis ojos admiraban esa masilla encastradora de vidrio y madera, y mientras mi manita accionaba ese picaporte perfectamente aceitado y que parecía haber nacido junto con la puerta en su cerradura, con los otros dedos acariciaba, de lado a lado, de marco a marco, esa pasta que hasta tenía el mismo color de la madera. Es que me gustaba pensar quién habría sido capaz de interpretar de manera tan perfecta una puerta así. Daba gusto como todo era perfecto en ese mi zaguán nave de mi iglesia privada.

Y fue ahora, justo en el mismo momento en que, cerrando la puerta que daba al comedor y quedándome con el pestillo desvencijado en la mano, miré, cuarenta años después, esa masilla que aún seguía firme y colorida a través de la mugre y el polvo acumulado de los años. Creo que allí tomé conciencia, al girar mi cabeza que de pronto quiso volver a tener ojos de niña, que el zaguán era simplemente un pequeño pasillo mugriento, descascarado, con trozos de techo caído en sus inmundas baldosas gris mugre y gris tristeza, donde las cucarachas y las ratas, junto con los ratones y las más grandes arañas, habían tomado posesión de mi pasado de princesa. Me dio el tiempo, fugazmente -porque no se necesita demasiado- para ver sus pisos hundidos y con más polvo del que pudiesen soportar; las cortinas raídas y hechas trizas colgando hacia el suelo como indefensas mantillas mancilladas por el diablo de un pasado que no se supo y no se quiso conservar, entregadas en el suelo ayudando a las enormes telas de arañas con bocas de cuevas más grandes que mi boca de espanto; las paredes ya casi sin sostenerse, mostrando sus vísceras de ladrillo allí, donde alguna vez, supo haber una hermosa pared de sol con un cuadro al óleo abriendo la vida hacia paisajes desconocidos.

Mi niña volvió por un momento; nos miramos, parada ella en el arco de salida hacia el jardín del fondo, y yo cerrando, por última vez, el picaporte vencido de la puerta del comedor, paradas ambas debajo del techo de crema del zaguán de las maravillas. Me hizo adiós con su manito pequeña y mientras un soplo de brisa le volaba el cerquillo lacio, comenzó los movimientos del ajedrez en las baldosas que casi yo no podía distinguir, como pidiéndome que me fuera. Como diciéndome que ella se quedaría por siempre a jugar allí, mientras yo debía de partir cerrando para siempre ese pasado que no era nada más que un espantoso presente de desolación, de desencuentros, de sinsabores.
Un zaguán que nadie quiso conservar y ella tampoco pudo porque no tenía la edad suficiente para usar el perfumero de su madre y no sobrepasaba en altura más allá del altor de la puerta antes del vidrio.
Me fui.
Salí y me vine.
Pero esa niñita saltarina con aires de princesa, sé que quedará para siempre en ese zaguán de los cinco sentidos.

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