sábado, 24 de noviembre de 2007

Panza de cobre


La noticia le cayó callándole la posibilidad de emitir palabra.
No la entendía ni por el momento ni por el lugar.
Estaba velando el cadáver absurdo de quien había sido su hermana del alma en la sala de la funeraria.

Luego de mirar y mirar el rostro enmarcado por la mortaja, atajando la impotencia que se volvía rabia incontenible, con los dedos aferrados a la impostergable madera del ataúd, había salido a boquear un aire que se negaba a entrar en sus pulmones.
No lograba comprender que esa personita cuya cara amarilleaba con los colores que la muerte, inconfundiblemente, elige cuando se lleva la vida, fuese la misma que el día anterior cascabeleaba el aire con su risa y desgranó melodías de esperanza con el tono de su voz.
Que se había suicidado, le avisaron.
Y en ese cúmulo todo preguntas sin respuestas, con el aire ausente del desconcierto, con la estupidez que dibuja el estupor en los ojos al reventar intempestivamente, intentó acomodar el dolor sentándose en uno de los miserables sillones de boca abierta que suelen poblar los coquetos espacios destinados a cobijar los coros mal disimulados de la muerte.

En ese momento y en ese lugar le cayó la noticia.
Era heredera de todo lo que hubiera dentro de la casa.
Estupor más estupor, cese de las funciones intelectuales y acentuación notoria de la idiotez en el rostro.

Aurora y ella habían sido hermanas, de esas que uno elige en la vida.
Aurora era una joven mujer que, por cosas de las circunstancias, poseía una excelente situación económica. Tenía muchas propiedades y cofres y cuentas bancarias. Todo fue para su familia. Menos la intimidad de las cosas de su casa.
Aurora tenía dos hermanos de sangre que vivían en otro país.
Aurora tenía una vida y, pensando en la muerte, había hecho testamento.
Aurora quería ser cremada y que sus cenizas fuesen arrojadas, desparramadas, liberadas, en una playa lamida por el Río de la Plata dónde, tiempo atrás, Aurora había hecho un manto arco con las cenizas de su esposo.
Aurora se había llevado todas las respuestas.

Esperada fue la actitud que asumió la familia cuando le cayó, a ellos, la noticia.
No quedaron mudos.
Recelo, indisimulada bronca, miradas de rechazo; todo justificado por lo que consideraban la usurpación de una advenediza.
Gritaron atacando con amores, dizque, venían desde los genes compartidos.
Gritaron atacando con poderes, dizque, tenían por sangre.
Gritaron atacando con el argumento de los afectos, dizque, sólo podían sentirse entre hermanos consanguíneos.

Pero ella siguió callando.
Consideró, sintió, creyó, necesitó, no andar justificando el amor fraternal e inmenso que las había unidos como hermanas del alma.
Pensó en lo que Aurora le había legado y lo encontró tan inmenso, lo sintió tan inasible que, a pesar de existir lo material, en definitiva no tenía un precio que los hombres le pudiesen poner con monedas.
Le había entregado su intimidad más profunda.
Esa que todos vamos construyendo y, necesariamente, debemos tener para poder compartirnos con los otros.
Esa a la que nadie accede porque es la que nos rescata como personas en esta vida y, de alguna manera, cuando morimos dejamos a la intemperie para que la cubra, pudorosamente, quien nos sucede.
Esa que el alma va formando de pequeñas grandes materialidades tangibles que cuando morimos, la deja desnuda a los ojos de quienes quedan custodiadores del tesoro más arcano e intransferible de cada uno.

Los consanguíneos continuaron gritando y, mientras tanto, fueron robando en una rapiña voraz, todas las cosas materiales que quisieron.

Ella continuó en silencio.
Silencio con el que acompañaba a su hermana del alma muerta.
Alguien le avisó que Aurora había sido cremada.
La imaginó, entonces, liberada de su urna de cerámica en alguna tarde de canela, tan canela como su piel, yendo al reencuentro que los vivos imaginamos para los muertos, inventándonos un cuento que nos permita ilusiones para las respuestas que no tendremos jamás.

Dos años después, por esas cosas de los papeles y de los jueces, ella tuvo, debió, concurrir a la casa de Aurora para confirmar un inventario.
Enfrentada a la situación, el largo tiempo se le volvió un ayer inmediato al mirar aquellas cosas que la casa blanca, deteriorada y capturada por las arañas y las bisnietas de las arañas, aún conservaba después del saqueo de los afectos de sangre.
La pequeña escultura de la amistad, de la que tanto habían hablado cuando Aurora la puso sobre el vidrio de la mesa ratona del living, la saludó trayendo un recuerdo fresco.
La mesa y las sillas del estar la recibieron, casi dibujando las siluetas sentadas, con las tantas y tantas veces compartidas entre café, cigarrillos, lágrimas y risas, planes y ganas de comprender la vida.

Iba tildando las cosas del inventario con mecánico desgano.
Estaba escrito: 1 fonduera de cobre.
Ella la miró, allí todopoderosa coronando el mueble, y recordó momentos que tenían a la mencionada fonduera como centro de las vivencias con Aurora y los amigos.
Una sonrisa se le comenzó a dibujar, como si las memorias gratas se le fueran acomodando a flor de labios y, de la mano de una emoción recóndita, atravesó la pegajosa tela de una arañita que vivía en el pomo de la tapa y la abrió.
Quizás pretendiendo liberar el último recuerdo que moraba en el fondo de su panza de cobre.

Pero liberó, otra vez, el horror del estupor.
No estaba el último recuerdo, estaba la última forma de Aurora.

Contenía las cenizas encerradas de Aurora.
Y una placa, de bronce, donde constaba la fecha del otoño cuando había sido incinerada, dos años atrás.

Sus consanguíneos violaron la intimidad que ella no había querido entregarles y resolvieron incumplirle, negándole la última libertad, dejándola encerrada en una panza de cobre.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Metal y madera


Soy un sinfín de preguntas, una calesita de respuestas inventadas a pura lógica que, a veces, no coinciden.

Tengo respuestas a preguntas que aún no me he hecho y preguntas para las cuales no encuentro la respuesta.

Así, como mezclado.
La razón y los sentimientos.

Entonces voy y vengo desde y hacia los mismos lugares. La única ventaja es que para ello, suelo recorrer caminos diferentes.
La partida y la llegada son las mismas, pero voy conociendo caminos a fuerza de ir andando.

La vida es de metal, pero es maravillosa.
Los arcanos dan la esencia en las cosas más sencillas, esas que tenemos siempre por delante y nadie se detiene, un segundo, a ver. Y para verlas y que el alma se te encienda de luz, basta menos de un segundo.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Secreto



Quiero contarte un secreto hoy para que mañana, cuando seas grande y la tristeza te agüe en las pupilas, no pierdas la esperanza.

Con el pasar de los años, a medida que le gambeteaba los cascotazos a la vida, se me empezaron a perder las risas.
De pronto me di cuenta que se me iban acabando y, a veces, pasaban días sin que la magia redentora del reír saltara por mi alma y me renaciera el cuerpo.
Entonces me puse triste.
Pero después me dije que tendría que buscarlas de alguna manera.
El tiempo pasaba siempre buscando yo, aunque fuera, una risa cada tanto. Pero una risa en serio, una risa de verdad, esa que te brota espontánea cuando te hacen cosquillitas muy adentro y se te explota la vida en un sinfín instantáneo de buenaventura.
Cada tanto la encontraba, me ayudaba tu mamá. ¡Y era tan feliz cuando lo lograba!

Un día me puse a pensar donde se habrían marchado esas risas, que antaño, solían poblar mis días y hasta mis noches de soñar.
Creí que era el destino de todos, que con los años y de tanto andar, se nos olvidaba el reír por mucho aprender a resistir.
Entonces lo acepté así y, todos los días, me pasaba acechando las horas para encontrar una risa.

Sin embargo hoy, cuando iba ya degustando mi enésimo reír, cuando sentí que el adentro se me desbordaba en tibiezas que me rellenaban los agujeritos del alma, me di cuenta que vos habías encontrado todas mis risas perdidas.
Y, además, me estás inventando risas nuevas, tan hermosas, tan llenas de mariposas, tan descubridoras que me has enseñado, a esta altura de mis años gastados, a reír desde el alma con el cuerpo entero.


Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

Miguel Hernández.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Tango


Me alegro de verte y, sobre todo, de que hayas venido.
No te ofendas, pero siento que si hasta acá llegaste es que necesitás algo de mi. Así que antes de que me lo pidas, permitime decirte algunas cosas.

En el tiempo de una lágrima me pregunté millones de veces qué podía haber hecho para merecer tu indiferencia.
Yo fui leal contigo, por afecto y a conciencia. Transitaste caminos que te llevaron al infierno porque vos solito los quisiste recorrer. Nadie te obligó. Y yo estuve, todo el tiempo, yendo hasta los bordes de tu averno empapándome el alma de aullidos trashumantes sin abandonarte jamás. Fue una noche enorme de sombras tan largas como el dolor. Te convertí en motivo de mi abnegación.
Así, aprendí a quererte.
Así, te brindé lo más precioso que tenía, más allá de lo contante y sonante.
Así, queriéndote a contrapelo de la historia, te recibí cuando, por fin, pudiste desandar el camino y volver. Cuando todo presagiaba que llegaría el momento en que comenzaras a tocar el cielo con las manos.

Ya después nos pasó la vida, vos por tu lado y yo por el mío.
Entonces, me imaginé un cuento tierno de bondades y rescates, de luchas y triunfos, de ternuras y posibilidades, fraternal, poderoso, cuasi invencible. Y de tanto contármelo, mecí mi cuna de recuerdos y me dormí con él.

Cuando las vueltas de las circunstancias me llevaron a mí al infierno, en una escapadita burlona a mi discapacidad, corrí hacia vos buscando tu amparo y tu refugio. ¡Es tan humano actuar así! ¡Si yo te consideraba un hermano!

Tu negación cercenó el gesto, mutiló, cruelmente, una posibilidad de esperanza. Mató.
Yo sigo en el infierno. Es penoso salir de él en soledad. Vos, mejor que nadie, lo sabés.

Así que disculpame si no puedo ser de mucha ayuda. Toda la energía se me desparrama en el intento de sobrevivir. Pero sé que vos, con tu misericordiosa entrega a los caminos de Jesús, vas a poder comprender.
Pero decime, hermano, ¿qué andás necesitando?

lunes, 12 de noviembre de 2007

Perfección


Shhhh…. no digas nada.
No digas nada que todo está perfecto.
No quiebres la armonía del silencio con palabras gastadas, esas que tanto y tanto se han usado ya. Debemos cuidarlas para que no se rompan; mimarlas, advertirlas, cobijarlas entre dulces sueños mudos.
No digas nada que todo está perfecto.
Que nosotros también, amor mío, estamos gastados de tanto uso.
Seguir es venerar los gestos silenciosos de amable compañía, solos pero juntos como la primera oración.

Porque llegó la primavera y volvió a deslumbrarme con la vida que renace en todos los rincones.

Porque los pájaros se traen un alboroto de crías emplumando que van, a instinto puro, cumpliendo el ciclo mágico de la naturaleza. Y ayer me volví a sorprender viendo tres gorriones pelear con entusiasmo, enfrentando al mundo, sin saber yo por qué.

Porque las flores estallan despertando con la fuerza de la alegría suprema. Y mi rosal, ese casi silvestre que sola sembré, esta vez me regaló tantas y tantas rosas que algo como un orgullo nació en mi pecho y mis dedos se extasiaron recorriendo, acariciando los pétalos de terciopelo.

Porque la mirada de la gente cambia, renovada, esperanzada de amores que se desbocan incomprensibles.

Porque a veces me duele la vida y el alma me llora desamparo.

Porque no tengo nada “importante” para decirte.

Porque soy imperfecta.

No digas nada que todo está perfecto.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Como si fuera


Tengo en la piel regusto de estrellas.

Por ojos dos eclipses mal disimulados. Uno de sol, otro de luna.

Constelaciones enteras se anudaron a mis caderas y la cruz del sur, por cruz y por sur, en mi espalda marca el centro de la tierra.

A veces me siento tan vieja como el universo.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Hombre en sombras


Hoy lo vi otra vez, caminando como despidiendo ayeres nostalgiosos que le dan la bienvenida al mañana.

Gabriel tiene tres sombras. La de él y la de sus padres desaparecidos.

Sea como sea que le pegue la luz, la proyección de Gabriel nunca es finita, es una sombra embalada con dos rebordes que la contienen, oscuros paréntesis lado a lado; el uno mamá y el otro papá.

Lo criaron sus abuelos. Su niñez y su adolescencia las hubo de adolecer entre preguntas sin respuestas, en una espera continua y pertinaz que no lograba espantar.
Cuando era niño, a veces, se volaba de la escuela con su moña azul por alas y se convencía que sus padres estarían afuera, esperándolo a la salida, dándole la mayor alegría de su vida. La maestra lo sacaba de su ensoñación pero el seguía, ahora, con cosquillas emocionadas en la punta del estómago, deseando que el timbre avisara la hora de libertad para poder ver si su deseo se había cumplido. A medida que juntaba el cuaderno, los libros, los lápices y la goma para acomodarlos en su mochila, su respiración se hacía más fuerte, más fuerte y, casi temblando de emoción, comenzaba la salida del aula con pasos lentos. El camino hacia la puerta de la calle le parecía toda una eternidad. ¡Cómo quería descubrir la cara de sus papás entre la maraña de personas que iban a buscar a sus hijos!
Su corazón latía desenfrenado y, como cada vez, como cada día, parecía que se le iba a saltar del pecho mientras, febrilmente, buscaba y buscaba en un vaivén incesante de ojos y cabeza.
Luego, como cada vez, como cada día, su corazón se detenía, dejaba de latir dolorosamente por un instante cuando descubría la figura contenedora del abuelo. Mamá y papá no habían venido. Sus deseos y sus ruegos no habían servido para nada. Mamá y papá seguían desaparecidos.

El día que fue por primera vez al liceo, despidiendo la niñez escolar, dejó de esperarlos a la salida de clases.
Comenzó a verbalizar algunas preguntas, como queriendo comprender ‘por qué’. Porque había entendido que papá y mamá seguían desaparecidos.

Creció y decidió comenzar a armar el puzzle con las piezas que tenía: desaparecidos, política, dictadura, militares, guerrilleros, tortura, muerte, democracia.
No puede terminar de armarlo.
Comprendió que le faltan piezas: cuerpos, ataúdes, duelo, cementerio, verdades.

Creció y resolvió, mientras busca, vivir; pelearle al olvido transitando un presente preñado de futuro.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Timoteo



El siempre fue distinto de todos los demás.
Pero no con esa distintez por pelo, color o tamaño, no; es por algo que lleva dentro.
No sé si será esa forma de mirar, esa de venir y acercarse a la casa anunciándole al barrio entero que está arribando a SU territorio como un verdadero campeón de la vida.

Es una historia larga y bastante extraña para un simple gato de medio pelo.
Cuando preñaron a su madre, una gatita nuevecita y callejera, ya natura venía entreverada.
Aunque el pánico de ese montoncito de pelos amarillos era indescriptible -en ese jardín que presenta a mi casa y que marcaba mi perra setter- ella se animó a dejarse querer por una perra y, entre las dos, quizás por su condición de hembras, hubo un tácito acuerdo y ella se quedaba entre los orines delimitados por Jazmín que sabía, ningún perro se atrevería a cruzar.
Pero llegó el día en que el hambre pudo más y entonces, aunque no lo puedas creer, cuando Marcos entraba el auto por la rampa de acceso hacia el garaje, esa gatita se metía debajo de la camioneta en movimiento y andando junto con esa terrible cosa rugiente por encima de ella, se metía dentro de la casa y, al detenerse el auto en su rápida entrada, mientras alguien cerraba las puertas del garaje, la gatita ya se lanzaba en una carrera vertiginosa hacia el fondo, amparada y controlada por Jazmín.
Cuando la vi por primera vez entre los pastos de atrás, se andaba una de reconocimiento de su nuevo hogar y, ante mi espantada figura humana que no quería saber de más mascotas que Jazmín, era sacada hacia el frente bajo la mirada casi suplicante de la perra que yo, tonta humana, interpretaba como queriéndola echar de sus dominios.
Sacada era y entrada que se entraba cada noche en la subida rimbombante del auto que abría mágicamente las puertas del garaje.

Mucho me llevó darme cuenta de que la perra la estaba protegiendo; mucho me llevó darme cuenta de su manera de entrar a la casa, tratando de ganarse un pedacito de paz y alguna sobra de comida, arriesgando todo al avanzar entre las ruedas rodantes que, por unos centímetros, auguraban una muerte espantosa.
Pero cuando me di cuenta, fue tanto el respeto de mi asombro, que Filomena se ganó un lugar dentro de la familia.

Y así, en un parto terriblemente difícil, con intervención del hombre veterinario cuando ella pidió ayuda en medio de sus pujos porque natura le avisó que no podría parir, por pequeña y violada, después de una cruenta cesárea, se salvó un triste pedacito de piel, tan chiquito y tan olvidado de todo, que fue Micaela la que le dio el calor que le faltaba, a fuerza de caricias irreverentes en sus manitas de niña, y le dio el soplo de vida en la oración de sus palabras derretidas sobre ese cuerpecito de llanto y de miel.
Así nació Timoteo.

Volvieron a casa, Filomena con su panza cosida y entre los vapores de una anestesia, y Timoteo, tan feo y tan chiquito que ni siquiera el hombre veterinario daba una noche de vida por él.
"Si logra prenderse de la teta puede que se salve ... pero si no lo hace, es seguro que muera ... es tan chiquito que no hay forma de alimentarlo si no es con la teta de su madre", dijo el hombre.
Entonces quedamos, en esa fría noche de primavera reciente, acostadas en el piso, Filomena, Timoteo y yo.
Entre las palmas de mis manos respiraba ese montoncito de piel y cartílago, mientras una gata puro instinto trataba de levantar su cabeza para responder a todas las voces de la naturaleza. Pero estaba tan dopada que no le respondían ni las patas, entonces en el intento, caía derrumbada y atónita por no poder hacer lo que debía.
Yo cada tanto acercaba a Timoteo a la teta más prometedora de su madre, pero el chiquitito no tenía fuerzas para prenderse. Se gastaba todo en poder y tratar de respirar, para que un ahogo no se lo llevara, sin darse cuenta, hacia la muerte. Yo le daba calor con mis manos y con una bolsa de agua caliente, y acomodaba a Filomena de manera que no se lastimara la herida recién cosida.
Las horas pasaron y se fueron marcando con una angustia grande y una impotencia feroz; la naturaleza y la mano del hombre.
Fue a eso de las cinco de la mañana que, en un intento ya casi entregado, lo acerco a la teta hinchada de bendita leche tibia que esperaba ser sacada para dar vida, cuando lo veo fruncir sus labios, olisquear desesperadamente ese llamado materno y, en la ceguera de su mirada, buscar frenéticamente la teta de la madre. El sueño y el cansancio se me desvanecieron como por encanto, y hablándole a Filomena para que no lo fuese a rechazar, con miedo de que no supiese cumplir con su tarea de madre, fui ayudando a esa boquita ansiosa que era casi más pequeñita que la esmirriada tetilla de la gata. Pero todo junto se dio.
Timoteo pudo hacer el acto de la succión cuando logró aprehender la teta y Filomena se quedó quietita dejando que fluyera la leche, como sabiendo que comenzaba entonces a fluir la vida.

Sólo recuerdo que mientras él mamaba, yo largaba las aguas saladas de mis ojos brindando por la dulce bendición de una tarea que comenzaba.
Logró salvarse.
Comenzó a ser una pelotita peluda y amarilla igual a su mamá, una Filomena que comenzó a recuperarse y a olvidarse de esa cosida que le molestaba allá en su panza.

Vino una época de maravillosos descubrimientos a cada minuto. Ver florecer la vida a través de un animal, es redescubrir la vida en uno.

Filomena no hizo más que cumplir con ese instinto con el que había sido dotada; y lo hizo de maravillas.
Cada día, en el aprendizaje del pequeño a través de los juegos, nuestra casa se veía coronada por las risas y la alegría que madre e hijo nos deparaban.

Ya luego, comenzó a despertar el instinto del pequeño que, tan lejano del perro, lo obligaba a salir a descubrir ese mundo que aún no había sido 'marcado' por él. Y comenzó a salir a la calle, y comenzó a no volver alguna noche, y comenzó a tratar de hacernos entender que ya era un gato ...

Y uno trata de conservar esos pequeños milagros de alegría y, egoístamente, hombre al fin, se plantea castrar al gato para tratar de mantenerlo como un adorno viviente dentro de la casa.
La respuesta de Marcos fue contundente y sin lugar a dudas.
Timoteo no se castra.
Y no lo castramos.
Nos adaptamos nosotros a él y a su naturaleza, utilizando esa naturaleza nuestra de poder 'pensar' y aceptar su vida entera.
Vinieron días sin él, noches enteras en las que su comida esperaba y esperaba aún después de los impresionantes gritos nocturnos de: Tiiiiiiiiiimooooooooteoooooo!!!!

Y sabés que no sé qué fue, pero cada vez que él se acercaba a casa, luego de varios días sin venir, ya llegaba anunciando su arribo desde una cuadra antes, pegando unos maullidos que parecían querer imitar mi voz cuando lo llamaba en las noches de desaparecido.
El barrio, al principio, lo miraba extrañado, porque el muy guarro se aproximaba caminando por el medio de la calle, y con esos sonidos que desprendía, llamaba la atención de todos hasta que traspasaba la reja del jardín. Y si no salías a abrirle la puerta, se paraba -luego de algún lambetazo certero para acabar con alguna mosca o restañar la sangre que le corría en algún lugar de su cuerpo- y redoblaba sus gritos hasta que la puerta era abierta y él entraba al galope de sus patas flacas hacia su bandejita de comida. Y si la bandeja no estaba en su lugar porque había sido subida a los estantes del garaje para que no se la comiera Jazmín, se paraba en dos patas, mirando hacia arriba, gritando como enloquecido.

A veces, luego de comer vorazmente, entraba a dormir sus descalabros siempre dentro de la casa y en los mejores lugares: alguna cama tibia, algún sillón que agarraba entero, una silla con alguna ropa que hubiese quedado allí esperando algo que no llegaba, un rincón en la cucha de Jazmín al calorcito de la estufa en invierno. Sí, siempre dormía con la perra, que lo había querido y asimilado como el hijo que nunca pudo tener. Ella tenía cosas de gatos y él, le había tomado prestadas algunas cosas a su madre perra.
Como Filomena, que si se enoja, ladra.
Y fueron esos momentos que yo aprendí a disfrutar y no había cosa que me calmase más que ver a Timoteo dormir. Ver dormir a un gato entregado, es de las cosas más gratificantes, dulces, tiernas y cálidas que hay. Reconforta el alma.

Y así fue pasando el tiempo y ese paso significó tener el barrio plagado de montoncitos de pelos color de miel. Por varias cuadras.
Nueve años de arrabal ... nueve años de Gardel. Nueve años que lo convirtieron en un gato semi-salvaje al que yo, únicamente, podía ponerle un dedo encima. No tenía piel con pelos, ya se la había gastado, pero tenía una vida que pocos gatos han tenido. Claro ... los había derrotado a todos y era él el campeón de la noche de gatas.
Tenía, te decía, un cuero duro y asqueroso, lleno de cicatrices y lastimaduras que iban curando, cáscaras en los lugares más insólitos y unos comportamientos extraños que me llevaron a mi a comportarme de una manera más extraña aún.

Un día me trajo a sus hijos, anunciándose como siempre con su cortejo de maullidos.
Cuando abrí la puerta, allí estaba y se quedó parado, sin entrar y mirando para atrás, dónde cuatro pelotitas de pelos, temerosas y flacas, esperaban la orden de su padre.
Ella, la gata, estaba achatadita en la vereda, pronta a huir si alguien se le acercaba ... supongo yo que no podía creer los cuentos que ese gato le habría contado y, en su condición de gata callejera, no cejaba en sus dudas y no se acercó. Mi risa tapó mi espanto y, sacando rápidamente la bandeja de su comida hacia afuera, les brindé el alimento. El comía apaciblemente y miraba, cada tanto, a sus cachorros como diciéndoles "coman, coman que después nos vamos a dormir"
Ella no se acercó.
Cuando terminaron de comer, yo tenía la puerta cerrada y no lo dejé entrar. ¿Y sabés qué hice? Cuando ella huyó hacia los matorrales del baldío de enfrente y las pelotitas de pelos de miel salieron cómo ráfagas arremolinando miedos por la vereda detrás de su madre, ¡me senté a hablar con Timoteo!
Y sí, a gato loco, mire, humana loca y por demás.
Le expliqué, tratando de gestualizar bastante, que yo no podía recibir a su familia en casa. Que este lugar en el mundo que él tenía no podía ser compartido con su gata y sus gatitos. Que él tenía que entender que las reglas del juego eran otras. Que no podía tener casa con familia, porque si no, íbamos a quedarnos sin casa los dos ...
Y no te rías, pero pareció entenderlo.
Desde ese entonces, a veces, cuando lo apremiaba una voracidad al comer y yo veía que no masticaba y se llenaba la boca a mordiscos grandes, cuando finalizaba comenzaba a largar unos sonidos guturales al lado de la puerta para que lo dejara salir. Luego de pasados unos minutos, volvía a pedir para entrar y se largaba a devorar su comida otra vez. Y así, todas las veces hasta que su bandeja quedaba vacía. Mi curiosidad pudo más e intenté obtener la respuesta para tan extraño proceder.
Y lo logré.
¡Le llevaba la comida a su familia dentro de su boca! Llegaba y regurgitaba la comida y volvía a buscar más. Nunca dejó de alimentar las familias que iba teniendo. ¡Qué gato!

Y ahora, mientras te escribo esto, también había hecho lo mismo.

Tenía su familia en el baldío de la vereda de enfrente ... y salió a llevarle comida a sus críos hasta el último día en que vivió.
Es más, quiso morirse -me cuentan- a medio camino entre ellos y su casa la nuestra. Cruzó tambaleándose, con media cara que le habían comido los gusanos por una bichera (que ya le habíamos curado) y luego, lentamente, como casi no pudiendo llegar, pasó la reja del jardín de casa y se acostó allí, mirando hacia el baldío, a morir de la misma manera en que había vivido.
Con una dignidad y un honor que ya quisieran muchos humanos tener.

El problema son tres diminutos montoncitos de pelos que, cuando la tardecita cae, se animan a arriesgarse entre los yuyos y se paran, uno al lado del otro, mirando para casa, esperando a ese padre que los alimentaba y que de pronto, dejó de ir.

Pero un damasco añejo y en el esplendor del verano lo cobijó entre sus raíces para que siguiese su camino transformador. Y, aunque aún el otoño demorará sus días en llegar, le lloró un montoncito de hojas sobre la tierra removida y húmeda que tapó su historia de caballero andante.

Pero, de una manera u otra, sigue estando, y a veces, cuando la tardecita comienza a aprontarse para salir, me parece oír su maullido perentorio en la puerta de casa.

jueves, 1 de noviembre de 2007

La manera de ser


¿Alguna vez observaste le vaivén de las olas de un mar relativamente calmo?
A lo lejos se va formando, avanza con una determinación irresistible juntando cada vez más agua a su paso, creciendo y avanzando.
La ves venir, imparable y, por conocido, ya estás previendo el momento exacto donde va a romper, desbordando el caudal que porta e irá a derretirse lamiendo la faja de arena húmeda presta a recibir la caricia redentora.
Y se vuelca y se retrae.
Empuja y desempuja.
Adelante y atrás.
Y termina esa y ya llega la otra y, más atrás, otra que se viene formando.

Otras veces no se desbordan sino que hacen un montón de espuma entreverada que arremolina la arena, allí mismo en la punta del mar.

Lo que no cambia es su incesante vaivén.

Así es hoy la angustia mía.
Comienza en algún lugar determinado del alma y revienta unos segundos antes de la garganta.
Cuando es ola que se derrite, es una lamida que atenaza y se diluye hacia el estómago.
Cuando es ola de burbujas, un suspiro disneico me retumba los labios.

He encontrado, entonces, la manera de ser mar.