miércoles, 24 de octubre de 2007

Blasfemia


Miré lo más alto que pude, allí nomás hacia la luna y sentí la impresionante magnitud de la insignificancia.

Miré lo más adentro que pude, allí nomás hacia mi alma, donde estás vos, y sentí la impresionante magnitud de la insignificancia.

Con un simple gesto podés regalarme el universo o hundirme en el centro de la Tierra.

Con una mirada me brindás las dos puntas del arco iris y con otra los tres clavos de una cruz.

Con un soplo me das la esencia de la vida y con otro, en un instante, soy una minúscula mota de polvo que te sacudís.

Me siento blasfema, hereje, casi primitiva.

Te siento mi dios.

viernes, 19 de octubre de 2007

Visitas


La noche sin sueño ni sueños fue demasiado larga. Tan larga como la uña del largo dedo helado del miedo. Ese que hurga la tibieza terca de mis entrañas y las paraliza, las retuerce, las anuda en un agónico suspiro que me hace bajar los ojos.

Vi la luz del sol antes de que asomase su cara ineludible.
Caminaba.
Caminaba y pensaba que también estaba viendo la muerte antes de que nos diera la cara.
Estaba tan presente como la luz.

Tropecé con los guijarros flojos del camino que se metieron entre la suela despegada y mi zapato chueco.

Iba a verte, hermano.

La noche sin sueño con sueños inventados es demasiado larga. Tan larga como la pipa de los recuerdos que ahúsan el presente. Sacudo el humo, quiero el hoy, ese donde no estás porque sos milagrosamente ayer.

Veo la luz del sol antes de que asome su cara ineludible.
Espero.
Espero y pienso que el pasado se torna tangible desde aquellos larguísimos años en los que, empecinadamente, sostuve tu mano y no desvié nunca la mirada.

Tropiezo con los guijarros flojos de tu soberbia indiferencia que se meten entre la sangre que portamos y mi alma chueca.

Venís a verme, hermano.

jueves, 18 de octubre de 2007

Comunicarse


Están sentados, almorzando. La televisión, casi muda, despliega imágenes que, aunque miran de soslayo, no ven.
Junto con la comida, Cecilia mastica todos los silencios que la han ido acompañando durante años.
Esteban habla y habla de su trabajo, de sus intercambios con otras personas, de sus problemas laborales, de sus apreciaciones sobre la ciudad.
Pero Esteban no dialoga, sentencia.
Nada existe en su forma de expresarse, en sus gestos, que invite a compartir ideas. Porque no lo necesita. Le encanta el sonido de su voz, la impecable racionalidad de sus pensamientos, los juicios de valor y las conclusiones a las que ha arribado y por eso lo hace así: comunica sin posibilidad de comunicación.

El efluye gasificadas palabras que se disuelven en el aire ni bien pronunciadas. Necesita descomprimir la necesidad primigenia del habla que contiene su continente.

Cecilia intenta, entonces, afluir.
Contarle de sus afluentes, esos que la nutren.
Contarle de su afluencia hacia la vida, hacia el alma.

Así, se da cuenta que una simple y sencilla vocal, una letra pequeñita, adquiere la dolorosa magnificencia de la realidad: Esteban está enamorado de sí mismo.

lunes, 15 de octubre de 2007

Verdad de memoria


VERITAS ODIUM PARIT
(Terencio)

Que ni siquiera te avisen cuando me muera para que no pierdas tiempo enjalbegando tu insensibilidad de fingida conmiseración.

El sucio bardo te fue endureciendo el alma mientras te convencías bardo impoluto. Alma que vendiste al mejor postor, el que te obsequió por ella parné y prez.
Con todo por fuera, con nada por dentro, rellenaste la oquedad de tus sentimientos con el producto famélico de los albañales.

Consumado funámbulo tu vida es una novela. Me forjaste personaje secundario y cuando caducó mi utilidad, intentaste matarme, deshonrosamente, con tu filosa sarta de aranas.

Pero, para que lleves cual fleje en tu frente te reto: soy persona.

Soy persona y vivo.

Por eso, que ni siquiera te avisen cuando me muera.

jueves, 11 de octubre de 2007

Nicolás

Yo vi muy pocas veces a Nicolás. Y las pocas veces que lo vi, parecía él no verme en mi saltarina niñez de pelos cortos y pequeños pies, terriblemente prometedores de pisotones desaprensivos a su cerco de margaritas y siemprevivas.
Yo vivía en la ciudad de Paysandú y él en la colonia rusa que había contribuido a fundar: San Javier.
Yo pasaba mis veranos en aquella colonia, en casa de mi abuela Pasha o en la de mi tía Natalia.
Una vez, estando yo guardando cama por un resfriado (creo, ya ni me acuerdo) tuve un encuentro con Nicolás un tanto extraño.
Estaba en la cama de mis padres tratando, con todo el empeño de mis cortos años, de permanecer lo más quietecita que me fuese posible, tanto para no empeorar mi estado gripal como para no ligarme alguna bofetada furiosa de mi madre, que solía repartirlas de muy buen gusto y ganas cuando las cosas no eran tal y cómo ella las marcaba.
Y yo no era una niña muy quietecita que digamos.... o por lo menos así lo demuestran las cicatrices de algún varazo de mimbre que supe conseguir y las revoleadas de pelo que hasta hoy siguen ardiendo en el recuerdo.
Tenía, para ayudar a mi quietud, una tijera y un montón de revistas en dónde buscaba figuritas de avisos multicolores que me retaba a recortar de la mejor manera posible.
No me sentía muy mal, casi a gusto diría, en aquella enorme cama maciza de dos plazas y de madera lustrada, como me gustaban a mí. Por la ventana, recatada en sus cortinas de labor de ganchillo -maestría del arte manual si las hay- entraba un sol invernal y remolón que doraba las primeras horas de esa tarde.
La puerta de la habitación quedaba enfrente de la cama. Cada tanto, en mi febril imaginación, acomodaba las almohadas de pluma, alisaba el acolchado, doblaba prolijamente la sábana de crea blanca con delicados bordados y me sentaba en el medio exacto de la cama, recostándome, semisentada, entre telas y respaldo de madera. Me alisaba el pelo -soñando que era tan largo como el de Lady Godiva- enfrentaba la puerta con la mirada y soñaba que por ella entraban mil personajes de mi corte de Princesa (el título de Reina ni siquiera osaba quitárselo a mi madre) y mantenía un diálogo con cada visita, gesticulando y todo, mientras me miraba de soslayo en el enorme espejo que se empecinaba en estar quieto a un lado de la cama. Así recibía príncipes y reyes, discutía de reinos lejanos a conquistar o conquistados y llegaba a amenazar con mi tijerita roma a alguna doncella que se retiraba con un ademán de darme la espalda.
Por supuesto, la única persona que entraba y salía, de tanto en tanto y sin darme la menor bolilla, era mi madre que, en su cotidiano trajinar, pasaba trayendo o llevando alguna cosa de aquel dormitorio.
De pronto, en uno de mis vuelos imaginativos donde estaba charlando con un Príncipe venido de lejanas tierras, se abre la puerta del recinto que me cobijaba y me trae, bruscamente, a la realidad, la entrada de mi madre seguida por la imponente figura de Tío Nicolás.
De más está decir que me hice aún más pequeña dentro de mis almohadas, tratando de que no me viese, pensando que tan sólo vendrían a buscar alguna cosa totalmente ajenos a mi persona. Era grande mi sorpresa al ver a Nicolás allí en Paysandú, ya que él no salía jamás de su colonia. Y mucho más creció mi sorpresa cuando, dirigiéndose ambos hacia los pies de la cama, se paran y me anuncia mi madre que Tío Nicolás viene a hacerme una visita.
¡¡¡¡Zácate!!!! -pensé yo- ¿y ahora que tengo que hacer?; y tan sólo tragué saliva ya que las órdenes maternas no se discutían jamás.
Dicho esto, palmeó mi madre la espalda ancha de Nicolás y, dándose vuelta en un giro veloz y simpático, se marchó dejándonos solos.
Yo no sabía que hacer y muchísimo menos qué decir, así que solamente lo miraba, con esa manera tonta y mortificante que tienen los niños de mirar.

Todo fue un espectáculo impecable.
Parecía algo así como un rey, enfundado en sus toscas ropas de campesino cuidador de flores y de recuerdos.
Me hizo una pequeña reverencia, con una corta inclinación de cabeza ligeramente ladeada y, quitándose su sombrero de ciudad con su mano derecha, me saludó, cortés y correctísimamente, en ruso.
Creo que no respondí nada, ya que no sólo mis ojos estaban muy abiertos sino que mi boca comenzaba a caer por el efecto de tan exquisito gesto en la figura de ese campesino, tío de mi mamá, al que yo había visto demasiado pocas veces.
Su mirada recorrió la habitación como buscando y cuando sus ojos se posaron en la infaltable silla de aquellos dormitorios de antaño, se desplegó su sonrisa y, con su mano libre, la tomó y la colocó a uno de los lados de la cama, pero no enfrentándola, sino casi paralelamente, con lo que para mirarme, debía de girar su cabeza.
Se sentó con mucho cuidado. Colocó el sombrero sobre su regazo y me obsequió una sonrisa de giro y luego, volviendo a su postura original, quedó mirando la puerta que enfrentaba la cama. Recuerdo que pensé que parecíamos dos tipos sentados juntos en un carruaje, lado a lado, mirando el infinito de las estepas. Nadie hablaba. A mi, simplemente no me salían las palabras. Jamás debía yo dirigirle la palabra a un mayor si éste no me autorizaba primero, y como Nicolás seguía mirando hacia la puerta, allá miraba yo también, y como callaba, mi silencio no era otra cosa que la razón aprendida y por lo tanto esperaba una señal sonora de su parte para contestar adecuadamente. También con voz, claro, y no con gestos, que así hacen los animales y no los humanos porque nosotros tenemos voz; y para poder hablar Dios nos la dio.
Yo rezaba para que viniese mi madre y me salvase de situación tan incómoda. ¡Y vaya a saber qué cosas estarían pasando por la cabeza de Nicolás en ese momento!
De pronto, se da vuelta casi con todo el cuerpo y me enfrenta con ojos, con falda de sombrero y con grandes manos apoyadas sobre sus rodillas. Y entonces, casi en un susurro, como confesando un gran secreto, me dice:
- Chica, quirida, ¿sabe usted como sirvienta elegir?
En el mismo momento en que me doy cuenta de que mi cabeza se está moviendo, negando como los caballos, susurro un casi inaudible "no".
El encorva un tanto su delgado cuerpo más hacia mi y sigue:
- Quirida, muy sincillo, muy sincillo. Usted va a necesitar sirvienta, pero debe elegir la mejor y yo le voy enseñar cómo hace. Usted primero tiene que probar. Cuando ella esté trabajando, usted la mira y cuando ella no ve, usted coloca una escoba en el piso tirada. Luego la llama y le pide que alcance un vaso con agua. Si ella pasa sobre la escoba y la deja allí donde usted dejó y va y viene con el vaso con agua, no sirve. Si ella, al ver escoba tirada, levanta y apoya en pared y va y viene con el vaso con agua, tampoco sirve. Si ella, al ver la escoba tirada, la levanta y la lleva al lugar donde escobas estar y luego va y trae vaso con agua, ¡esa sí sirve! Esa sirvienta buena. Haga caso, quirida mía, y no olvide lo que Nicolás le enseña.
En eso entra mi madre y con palabras alborotadas saca al tío viejo del cuarto y de mi vida, que se va, despidiéndose con otra reverencia magistral.
Creo que esa fue la única vez que Nicolás me habló directamente a mi. A mi sola. Dirigiéndole la palabra a uno de esos pequeños molestosos niños, que era como nos trataba en San Javier. Sin palabras. Con indiferencia y con ojos azules con los que cercaba sus plantas, flores y cipreses.

Fue una enseñanza que luego apliqué en la vida muchas veces, no para elegir "sirvientas", claro, pero sí para ser yo misma de esa manera. Traté siempre de vivir no dejando la escoba tirada pasando sobre ella, sino recogiéndola y llevándola a su lugar, para después continuar con lo que se debía hacer.

martes, 9 de octubre de 2007

Chauchas de miel


Pitanga optó por esconderse detrás de las viejas raíces tortuosas de un impresionante árbol de chauchas de miel. Concluyó que se encontraba a la distancia correcta, ni muy lejos ni demasiado cerca de los acontecimientos que se desarrollaban vertiginosamente debajo del eucalipto, que manifestaba su temor desgranando en el aire su aroma inconfundible, alertando a los pobladores quietos del baldío de la llegada de esos dos pequeños demonios humanos. Pitanga se echó y el contacto de su vientre dolorido con la frescura de la hojarasca húmeda le hizo bien. Sacó su lengua y la dejó colgar de costado mientras miraba a los niños y, aunque deseaba ayudar -adornando de ladridos donde colgar los vaporcitos cosquilleantes del árbol- lo mantenía expectante y quieto la patada certera que había recibido en el anca al primer intento de ladrar y había arrancado un aullido profundo y agudo de dolor.

Rauli estaba parado de piernas bien abiertas, muestrario colorido de machucones, raspones, heridas cascarientas, picaduras, salpicadas de barro pegajoso y seco que relucían más por los pedacitos que, increíblemente, aún quedaban visibles en su blanquísima piel. Las manos sudorosas de puro miedo cerradas en puños que apoyaba a ambos lados de su cintura. La camisola abierta cumplía función casi de capa protectora de hombros, ya que dejaba libre al quemante mediodía las cicatrices de valientes andanzas pasadas y las cáscaras de fulgurantes heridas recientes, de puro peleador empecinado contra la naturaleza y el cinto encarrilador de su madre. Su cabeza se inclinaba desafiante hacia la niña tendida en el suelo, y agitando el copete que le dejaban crecer, moderadamente, a su rubio pelo, por su boca comenzó la letanía burlona que lo caracterizaba:
“Ña, ña, ña, ña, mariquita, mariquita. Te caíste, te caíste”.
Sólo sus ojos, allá detrás del azul, dejaban aparecer el hielo del temor, la pizca de susto verdadero de que a Mary le hubiese pasado algo más que una caída. Más le sudaron las manos, entonces, inclinó su cuerpo un tanto y, enfocando sus ojos en la cara dormida de la niña, le dijo:
“Dále, ché. No jodas. Levantate. Sos mariquita porque sos mujer, está bien....”.

Mary abrió los ojos, muy, muy abiertos. El pánico la invadió cuando sintió, cuando se dio cuenta que el aire no le llegaba a sus pulmones. Entonces abrió la boca, mucho más abierta que sus ojos, y por más esfuerzo que hacía, el aire no entraba, no quería entrar, no podía y Mary se ahogaba. El dolor de su espalda era lacerante pero más soportable que el ahogo, casi mortal, que no terminaba.
La caída había sido larga, muy larga, desde la ramita endeble y nueva que se quebró a los casi dos metros de altura en que estaba creciendo, al no soportar el peso de la pequeña, que temerariamente quería demostrar más valentía y coraje que el inconsciente salvaje de su primo. Y así vinieron cayendo ambas, la ramita y la niña, y así llegaron al suelo que las recibió, la ramita y la niña; pero el impacto fue grande, tanto que liberó, dolorosamente, de un soplo el escaso aire que traía en los pulmones mientras venía cayendo. Porque bien se cuidó de gritar. Porque podían oírla los mayores. Entonces sólo espiró en un grito silencioso la bocanada que el golpe le arrancó de raíz. Y eso fue como si le hubiesen cerrado los pulmones; el aire nuevo no podía entrar.
Boqueaba como un pez fuera del agua, sin emitir sonido alguno, sólo sintiendo que se ahogaba, cuando vio aparecer la cara de Rauli encima de sus ojos; ojos tan verdes como las hojas nuevas de la rama que no fue capaz de sostenerla.
Burlona, altanera, ganadora la mirada azul que traía la cara Y eso la decidió a moverse como si nada hubiese pasado.
Apoyó un codo en el suelo, sólo Dios sabe de dónde sacando fuerzas, y giró su cuerpo incorporándolo un poquito y entonces, milagrosamente, sus pulmones se abrieron otra vez permitiendo la entrada del aire vividor arrancando un sonido guturalmente doloroso. Seguía respirando. Cuando quiso pararse un dolor insoportable en la columna la hizo acostarse otra vez en el piso húmedo del terreno.
Giró la cabeza buscando a Pitanga. Había sentido el aullido provocado por la patada de Rauli cuando intentaba callarlo y ahora quería defenderlo de ese salvaje; reprocharle al indiecito rubio el castigo infligido al perro.

Rauli paralizó a Pitanga en el lugar en que se encontraba con sólo una mirada, y dejando escapar un bufido de alivio celebrando el bienestar de la tontita capitalina, arremetió:
“Dale, ché. Levantate y no te hagas la viva que si nos pescan acá nos muelen a palos. ¿Tas bien?

Mary tenía que admitir que tenía dolor, aunque eso le costaría perder puntos ganados. ¡Puntos que le había costado tanto ganar! Venciendo repulsiones a sapos y culebras; a tiradas al agua desde el cemento alto del puerto; a comidas de frutos de tuna usando sólo los dedos; a ver quien cazaba más abejas usando sólo las manos en los canteros de siemprevivas; quedándose más tiempo al lado del avispero venciendo el terror de ser picado por la más grande; destruyendo hormigueros enormes sin recibir ni una picadura... Pero sentía mucho dolor, y le dolía más que el dolor de reconocerlo frente a su primo.
“Me duele mucho la espalda. No sé si me puedo mover... ¿Qué hago?”

Rauli apoyó una rodilla en el suelo y de pronto sus ojos demostraron respeto. Con su manita mugrienta de pueblo recorrido acarició el hombro de la niña y le dijo:
“Quedate quieta. Capaz que así se te pasa. Cuando te puedas parar nos vamos”.

“Sentate a mi lado. Llamá a Pitanga. Vamos a charlar” – le dijo Mary.

Un sentimiento sofocante de incredulidad frunció las cejas del niño. ¿Hablar? ¡Pero esa gurisa estaba loca! ¿Habría quedado así del golpe?
Que raras eran las mujeres...

“¡Hablar de qué! Lo que tenemos que hacer es irnos, mongólica. Si la vieja nos agarra nos curte a cintazos y vos te querés poner a charlar, ¿sos tarada?” – aseveró rápidamente Rauli, que ya calibraba las posibles consecuencias de aquella travesura.
“A ver, tratá de pararte... A mí nunca me pasó tamaña cosa... ¡Qué increíble! Caerte así de tan alto... ¿Qué sentiste? ¿Cómo fue? ¡Hasta el Pitanga se asustó...!”

Entonces Mary se dio cuenta de que no había perdido ningún punto. ¡Había ganado más respeto que con las avispas! Eso merecía que se parara y venciendo cualquier dolor caminara hasta que se alejaran del baldío prohibido. Y así lo hizo.
Rengueaba un poco pero Rauli no se daba cuenta, ya que le saltaba alrededor, junto con Pitanga, al sonsonete de preguntas llenas de admiración por la caída estrepitosa.

Que raros eran los hombres... se iba diciendo Mary con la mano apoyada en su descalabrada espalda.

Y pasado el alambrado, sin adultos a la vista, se sentaron en la rama chueca del árbol a comer unas merecidas y prohibidas y calientes chauchas de miel.

domingo, 7 de octubre de 2007

Aquellas mujeres

Yo las miro y no las comprendo demasiado. Me siento en mi mecedora y tengo que estar allí, sentada, porque mi abuela dice que con el caramelo dentro de la boca no puedo andar saltando porque me lo voy a tragar y corro el riesgo de morir atragantada. ¡Y qué me importa!
Pero no tengo más remedio que seguir sentada si quiero saborear el dulzor sin pellizcones de mi madre o gritos de mi tía.
Es que yo no tengo poder sobre mis pies, ellos andan solos y se les da por recorrer sendas y flores, y árboles y baldosas con hormigas. A veces las convido con caramelo a las hormigas. Hoy no, porque estoy sentada en mi mecedora y me dedico a mirar a las mujeres.
Mujeres viejas.
Mujeres viejitas.
Mujeres más viejitas con caras arrugaditas como pasitas de uva.
Mujeres.
Tienen las caderas anchas y los pechos grandes. Tienen brazos amasadores de panes de algodón y huelen a lavanda. Tienen la piel del color de la luna y los ojos del color del cielo o de la menta fresca.
Son mullidas y suaves como los almohadones de pluma que a mi tanto me gustan.
Cuando nos reunimos se arremolinan y andan en racimos por todos los rincones, a la caza y a la pesca de niños traviesos o adolescentes extraviados.

Las mujeres hacen. Enseñan. Cuentan historias. Cuidan. Limpian. Tienen caricias. Se ríen hasta llorar y cuando lloran ríen. Saben de estrellas y son profundas amigas de la luna. Callan y cuando hablan no le tienen miedo al alma. Despliegan la vida a cada paso y a toda hora. Las mujeres son para estar siempre.

Los hombres sólo traen dinero.

sábado, 6 de octubre de 2007

La foto de papá



Yo no sé por qué no estás. O sí lo sé, porque mamá me dice que estás trabajando para que nosotros podamos comer. Nosotros que somos LA familia, dice. Y yo trato de no necesitarte, te lo juro, pero me da rabia porque te necesito. Y porque todos los papás de mis amigas están en la casa; y van a la escuela a buscarlas; y los domingos pasean con los papás por 18 de Julio; y van al cine y les compran helados.
Y yo no. Vos que sos mi papá no estás.
Y yo tengo que andar explicando que trabajás “en las carreteras”, por eso no venís, porque tenés que andar por todos los caminos viejos haciendo caminos nuevos para que la gente pueda visitarse cuando viven lejos.
Dice mamá que tengo que ser buena porque si no Dios me va a castigar, y que si soy buena puedo rezar y pedirle deseos a Dios para que me los cumpla, y que él lo va a hacer sólo si soy buena.
¿Sabés qué le pido a Dios?
Todos los meses, pocos días antes de que me den el carné en la escuela, le pido a Dios que vos estés en casa y me lo puedas firmar.
¡Qué no daría por ver tu firma, la firma de mi papá, en el carné de la escuela! Es que a mis amigas el carné se lo firma el papá, yo soy la única que lo lleva firmado por la mamá. Porque vos no estás, papá. Nunca estás.

Fue por eso que agarré tu foto. No sé, lo hice sin pensar. La vi el la caja de las fotos de mamá y se me ocurrió llevarla a la escuela para mostrarle a todo el mundo que este es mi papá. A Teresa, que siempre se burla porque ella se pasea oronda de la mano de su papá, y a la maestra, sobre todo a la maestra que siempre mira para ver quién me firma el carné, sobre todo a ella para que viera que sí tengo papá. ¡Estás tan lindo con tu traje blanco en la foto! Y con tu sombrero de señor.

Mamá se enojó mucho cuando se enteró de la foto.
Me pegó con rabia un golpe en la cabeza, me agarró del pelo y me zarandeó mientras me gritaba. Estúpida, me dijo, no te das cuenta que esa es una foto vieja, me dijo.
Entonces yo le expliqué lo del carné, pero se puso peor. Le quise seguir explicando para que me entendiera bien, para que entendiera que yo a ella la quiero más que a nada y a nadie, pero fue peor. Dejó de gritar, me miró con mucha rabia y me dijo que Dios no me cumplía el deseo porque yo soy mala.
Y que vos no estás porque yo soy mala.
Por eso Dios no me cumple el deseo.
Eso me dolió mucho porque no quiero ser mala, pero no sé cómo hacer.
¿Qué te hice papá?

viernes, 5 de octubre de 2007

El porche

En las tórridas tardes de impuestas soledades, el porche de mi abuela era mi refugio.
Siempre tenía la sensación de estar dentro de un horno, tal el calor que hacía en ese pueblo de abejas y girasoles. Pero allí, en esa hora tiempo de las chicharras, los lagartos y las ciruelas madurando, la sombra del porche tenía toda la frescura que me permitía no dormir la asquerosa siesta de los adultos.
Era yo una pequeña intrusa que, refugiada en el amparo protector de las paredes blancas, podía observar lo que lo hombres no podían.
Nada de lo humano rozaba ese momento primigenio de la naturaleza. Ella misma se manifestaba y se erguía majestuosa espantando todo aquello que pudiese molestarla.
Una orgía de luz reverberaba en cada resquicio que mis ojos descubrían; las plantas bajaban sus cabecitas y sus hojas, como brazos entregados, semejando una reverencia absoluta al dominio del sol; las cigarras lo veneraban con su interminable canto de kilómetros; los lagartos lo bebían hasta hartarse crucificados en el cruce de los caminos; sobre el agua del río se formaba una luminiscencia que semejaba un espejo; podía oírse cuando las grietas de la tierra se abrían, como cuando se quiebra el caramelo.
No salían los hombres; los perros gastaban sus jadeos debajo de los árboles en la más necesaria quietud; los pájaros guardaban sus trinos; los gatos dormían debajo de las acelgas; ni caballos, ni vacas; hasta los peces modulaban sus ondulaciones envidiando a las anguilas escondidas en las lodosas barrancas.
Sin lugar a dudas, eran los sonidos del silencio.
Y yo tenía la maravillosa posibilidad de escucharlos. La maravillosa posibilidad de ver, aún encandilada por los reflejos.
Me la brindaba ese porche mágico.
Que tenía plantas cuidadas con esmero.
Que tenía, enfrente, dos jazmines blancos y un jazmín paraguayo en celestes.
Que por sus paredes trepaba, descarado, un jazmín del país y aromaba esplendente a toda hora.
Que tenía un banco pintado de rojo, como rojas eran las macetas que contenían las flores de ‘corazón de estudiante”
Que estaba bordeado por un cerco de pinos, los más verdes imaginables, recortados con maestría en primorosa forma.
Y que tenía, por sobre todas las cosas, un nido de golondrina. Esa golondrina que hacía todos los veranos del mundo. Esa que venía, año tras año, a poblar su nido de emplumadas nuevas vidas.

Tirada yo de panza en el suelo, sobre las refrescantes baldosas amarillas, observaba, también, la fila de laboriosas hormigas que se apresuraban a robarle a mi abuela las hojas de su “planta de azúcar”
Sabía que ese momento duraba poco, y su finalización me la marcaba la golondrina al salir del nido, como una flecha heroica, hacia el agua del río.
Pero… ¿fue verdad?